Juan Fernando Aguilar Cárdenas
Ha pasado más de un siglo desde que Marcel Proust escribió el pasaje de la magdalena mojándose en el té, la misma que evocó, a fuerza de una merienda olvidada, los domingos matutinos de Combray, añorando el sabor de un paraíso ya perdido, de una identidad recobrada brevemente entre las ondas de su bebida. A raíz de una primera evocación, Proust se abrió a otras como una herida que renuncia a las suturas, pareciendo por momentos que, En busca del tiempo perdido, es un grito silencioso clamando un monumento al recuerdo. Es éste, en muchos modos, el cariz principal de una de las angustias más intrínsecas de nuestra humanidad: El tiempo como fragmento de la eternidad, la memoria como antesala del olvido; y el Ser, buscando algún consuelo en los conceptos platónicos de la inmortalidad del alma. Siendo así: ¿Dónde queda el hombre frente al tiempo y la memoria?
Borges, citando a Rudolf Steiner y al Timeo de Platón, señala, primeramente a través del austríaco, que el Ser además de dominar las tres dimensiones de la vida natural, longitud, latitud y profundidad, domina la cuarta, el tiempo, que los animales no podrían jerarquizar por carecer de la noción de un Yo, el mismo que nos hace recordar sucesos e imaginar, aunque someramente, un porvenir; mientras que los animales, como declaró Schopenhauer, parecen vivir en una suerte de inmortalidad. En el Timeo, Borges interpreta de Platón que el tiempo es una imagen móvil de la eternidad, una sustancia que hemos tenido necesidad de medir, suerte de retazo de un todo aún inasible en el que, conociendo nuestra corporalidad finita nos significaría la muerte dejando apenas alguna remembranza, memoria en quienes nos frecuentaron, o elegía como prefieren llamarla los poetas. Ya hemos visto la posición de Proust frente al tiempo, considerándolo explícitamente como algo que ha perdido, algo que se le ha ido de las manos y que es preciso recuperar valiéndose del recurso que ha surgido desde el sabor y el aroma de los días pasados: la evocación. De acuerdo a lo mencionado, pareciera que la memoria, el retorno de lo que alguna vez nos fue caro, se traduce en una tristeza acaso sublimada cuando buscamos un sentido en medio de sus pliegues.
El tiempo, entendido desde el Timeo como una sustancia hecha de eternidad, ha sido no solo interpretado en una recta destinada al infinito, sino también como un ciclo, un regreso de lo vivido, un Eterno Retorno como lo propondría Nietzsche. Entendiendo la idea en su forma más prosaica, desprovista del amor fati, no es nada distinto a la repetición universal de hechos, cuerpos y afectos; cabe preguntarse el lugar de la memoria y del Ser. Los recuerdos no parecen traspasar el umbral de la muerte que da lugar a la repetición, por ende, aquello que se vive de nuevo se muestra ante nosotros como una primera vez ausente de carga afectiva previa. Tal olvido, siguiendo la idea de Aristóteles en De la memoria y el recuerdo, parece paralela a la condición de los seres con noción de temporalidad, los seres con alma, sustancia cognoscente, la cual es la encargada tanto de la fantasía como de recordar mediante el ejercicio de la anamnesis. No obstante, Nietzsche acarrea un eco al orfismo, su noción de metempsicosis y la purificación del alma, según Empédocles, a través del recuerdo de vidas pasadas, el reconocimiento de aquello que fuimos y que nos libera de la muerte. Frente a lo que hemos sido, aunque de un alcance mnémico tal vez menos ambicioso, el psicoanálisis ha hablado largamente de los elementos fantasmáticos y el retorno, siempre desde la memoria, de significantes largo tiempo abroquelados, siendo uno de dichos regresos la forma de la melancolía, retorno de un objeto amado y ya perdido que se erige en el Yo, de una forma, similar, al menos en escena, a los retornos constantes de poetas y pintores en la temática de sus obras; lo que hemos perdido, aun elaborándose en duelo, solo regresa a nosotros cuando lo recordamos.
Llegados a este punto, es menester resaltar la importancia del pasado en las corrientes clásicas, donde contamos, entre otros, a Aristóteles, Pitágoras, Hesíodo, Empédocles y Platón, siendo el último el representante de la idea de la reminiscencia, donde propone que el alma recuerda lo que conocía cuando habitaba el mundo de las ideas, de tal modo, aprender es recordar; es un elemento, no solo vivificador sino también reflexivo – contemplativo. Notamos la importancia del alma para los griegos, aventurándonos a declarar que tal no existiría sin la memoria, la cual parece instaurarse en el doble status de efecto del ánima, y quizás condición de la misma en aras de que tanto su aprendizaje, como su cuidado, exigen la acción de recordar. Retomando las dimensiones de Rudolf Steiner, donde propone al Yo como noción de tiempo, y la anamnesis griega, unificadora del alma ¿acaso no podemos hablar de identidad en la memoria, de cierta forma, aun anfractuosa, donde se erige el Ser? En Cien años de soledad, se relata el insomnio en Macondo, la vigilia que trae como consecuencia terrible el olvido. Vemos como José Arcadio Buendía inventa una máquina de la memoria, un diccionario de fichas operado por manivela con el que pretende que todo el pueblo resista al destino de no recordar, a la consecuencia, diremos nosotros, de ya no ser. Quizás no sea apresurado dilucidar que, frente a la posibilidad de eternidad, o ante el hecho de un Eterno Retorno desprovisto de cualquier atisbo de anamnesis, el Ser termine por convertirse, en su estado más vulnerable, en un anciano insomne que, al no tener recuerdos, deja de ser para siempre lo que alguna vez fue.
Hemos mencionado la elegía anteriormente, aquí un ejemplo de la misma en aras de una identidad:
Rodea mi garganta tu agonía
como un hierro de horca
y pruebo una bebida funeraria.
Tú sabes, Federico García Lorca,
que soy de los que gozan una muerte diaria.
Elegía Primera, Miguel Hernández
En estos versos encontramos una exaltación de la memoria que desemboca en una melancolía y homenaje simultáneos. Al recordar a García Lorca, al rememorar su muerte y escribirle, Miguel Hernández reafirma su identidad como poeta, reafirma su posición de amigo. Miremos los siguientes del mismo autor, parte de un poema llamado El Herido:
Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.
Aquí Hernández afirma su condición de soldado, la deja escrita denotando su compromiso con la vida. En ambos poemas, desde la remembranza al poeta andaluz y la forma presente de sus versos de combate, se afirma una identidad, tal vez una ya no tan estrecha ventana al Ser venida desde el recuerdo de lo que era hacia lo que es, incluso, hacia lo que será. Todavía con la reverberación de nuestra anterior pregunta, cabría cambiar su forma, proponiendo que es posible que la memoria encierre lo que somos, y que solo recordando podamos ser. Es posible, en todo caso, pero otros, aún sin negar el valor de la historia, no han contemplado su importancia de la misma forma. Marco Aurelio, en sus Meditaciones, afirma que nadie pierde el pasado, tampoco el presente, pues a nadie pueden quitarle lo que no tiene. Afirma también que nadie vive ni pierde otra vida que la que vive ahora. Dichas declaraciones, además de enaltecer el presente, parecen, si bien no negar, sí restarle una importancia notoria al valor dado por los griegos al ayer. De la misma forma, escritores tan proteicos como Fernando Pessoa bajo los seudónimos de Alberto Caeiro y Ricardo Reis, resaltan el presente de toda vida en varios de sus versos:
Es ésta la única misión en el mundo
ésta: existir claramente,
y saber hacerlo sin pensar en ello.
Alberto Caeiro.
Tú misma eres tu vida.
No te destines, que no eres futura
Ricardo Reis.
Otros, como Jean Paul Sartre, y en buena medida la tradición existencialista, proponen un presente perpetuo bajo la forma de la realidad, resistiendo así al avasallamiento de la memoria obsesiva, a la mirada de un pasado paralizante y con el que es preciso romper. Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación, se muestra determinante al decir que la voluntad, Wille zum Leben, aparece solo en el presente, no en el pasado, tampoco en el porvenir. Para Schopenhauer, los tiempos diferentes al presente cumplen la única función de encadenar la consciencia y someterla bajo el principio del razonamiento. Ahora bien, aun en la declaración anterior encontramos una conjetura referente a la consciencia y su lugar, en muchos sentidos, acondicionado entre las nociones del pasado y el futuro, las cuales, como ya hemos visto en Steiner, el psicoanálisis y los griegos, son posibles gracias a la presencia del Yo, o si se quiere, del alma. Hemos de señalar el hecho de que pese a sus determinaciones y exhortaciones a centrarse en la realidad presente, ninguno de los autores nombrados, ni en Marco Aurelio, ni en el existencialismo, se atreven negar de forma perentoria el influjo del pasado y su proyección a la posteridad en tanto que hacerlo sería negar el Yo, despojándonos de la capacidad de evocar o de temer a la muerte, dejándonos a merced de los espejos de la eternidad. Refiriéndonos al tiempo, resulta a lugar el inicio del monólogo de Quentin Compson escrito por Faulkner en el Ruido y la Furia, donde Quentin recibe de su padre un reloj familiar, advirtiéndole que es el mausoleo de toda esperanza, todo deseo. Es un regalo destinado no a recordar el tiempo, sino a permitirse la dicha de olvidarlo de vez en cuando, a rendirse tranquilamente ante la tentación de someterlo. Sin embargo, Quentin se descubre a sí mismo yaciendo sobre el estuche del cuello de su camisa, escuchando el ir y venir de las manecillas. A raíz de tal imagen, sobrevienen los recuerdos, la memoria retorna casi obnubilando el presente. Paul Ricoeur en La memoria, la historia, el olvido, señala que debemos parte de nuestro ser, a los que fueron; afirmando que somos seres históricos. La narración de la Historia, recordándonos a Heródoto como uno de sus primeros guardianes, se nos manifiesta, desde la noción de historicidad que representamos como Seres que recuerdan, como el modo de decir “Somos” desde “Fuimos” Ricoeur es claro al declarar que no podemos “no haber sido” dado que existimos. De acuerdo a la deuda propuesta por el pensador francés hacia el pasado, la identidad se erige en la memoria y en la narración de la misma.
Sin embargo, no es posible hablar de memoria sin el olvido, el cual, teniendo en cuenta lo escrito hasta aquí, podría parecer en un primer momento como una amenaza a la identidad, al Ser; sin embargo, como se nombró brevemente en Sartre, la memoria, retornando en fuerzas incontenibles, puede avasallar al sujeto y anclarlo en el pasado, negándole cualquier posibilidad de porvenir. Un ejemplo literario de ello es el relato de Borges: Funes, el memorioso, donde un joven uruguayo pasa jornadas enteras clasificando las impresiones de su vida desde la infancia. Los recuerdos son tan precisos, tan detallados, que el presente le resulta insoportablemente vívido. El narrador reconoce cerca del final que, pese a su extraordinaria memoria, Funes era incapaz de pensar, de salir de la impresión detallista hacia la creación. Tal permanencia en el pasado, constituye un modo de aniquilación de posibilidades, tal negación al presente es en muchos modos la muerte sartreana. Nietzsche, en la Genealogía de la moral, declara que la fuerza que va en contra de la memoria no puede ser otra que el olvido, no obstante, éste olvido no refiere a la incapacidad trivial de no recordar fechas o nombres, sino a la capacidad de silenciar viejos reclamos, de inhibir el retorno del pasado en el presente, abriendo así, la posibilidad de proyectarse. Nietzsche concluye que sin la capacidad de olvidar, no puede existir ninguna felicidad ni tampoco ninguna forma de presente. Bajo la luz de lo nombrado, el olvido, todavía sin ser total, no es ni para Sartre ni para Nietzsche un detrimento al Ser, sino un recurso necesario, nos atreveríamos a decir, sacrificio. Siguiendo esta línea, Sigmund Freud en Recuerdo, Repetición y Elaboración, daría lugar al olvido dilucidándolo en la forma de retención, pues cuando el sujeto habla del suceso siempre añade detalles al relato, a la impresión que creía perdida. La relativa desmemoria, apenas recubierta por impresiones nuevas, se manifiesta no como un recuerdo, sino en una repetición manifiesta entre los pliegues de un síntoma cuyo origen aún permanece innombrable. Para Freud, en tanto que el pasado no deja de retornar, considera de manera implícita el influjo definitivo de la memoria en el Ser, sin embargo, a diferencia de Nietzsche, no opta por el olvido, pues aquel es una forma de resistencia, sino por la elaboración, por la reinserción del recuerdo en el presente.
¿Dónde queda el sujeto frente al olvido? Si hablamos de un olvido total, al menos de forma distópica, se acarrearía una pérdida de identidad, si nos referimos al presente como única posibilidad de vida estaríamos ante una voluntad de vivir como la pensó Schopenhauer, otrora en la cierta virtud de no recordar según Nietzsche; ahora bien, sin necesariamente contradecir al existencialismo, la reelaboración del pasado entendiéndose como un influjo no siempre en detrimento al presente, nos encontramos acaso en una reconciliación con nuestra historia. Ergo, es necesario aclarar la idea de una totalidad en el olvido, de esta darse de una manera efectiva y literal, significaría el fin de cualquier reconocimiento, ya sea interno o externo. No obstante, según lo referido por Jacques Lacan, la inanidad de la imagen corporal frente al espejo, o ante la mirada de un Otro, no se agota una vez que esta se manifieste, redirigiéndose desde tal identificación primaria a las secundarias a lo largo de toda su vida. De acuerdo a ello, salvo en casos excepcionales donde el olvido se instale en lo somático, el reconocimiento propio debería mantenerse puesto que como sujetos vivimos bajo la mirada de nuestros semejantes. Consideramos entonces que el Ser será capaz de preservarse mientras sea capaz de reconocerse y renacer, quizás aquí hablamos de recuerdo, hacia lo que fue. Ésta lucidez, que trae el eco de la evocación, se expresa en estos versos de Juan Carlos Onetti:
No le des conciencia a la nostalgia,
la desesperación y el juego.
Balada del ausente
Es preciso señalar la declaración de conciencia y nostalgia, es preciso preguntarnos por ello. El original del latín: evocare, refería a la invocación de dioses, demonios, o cualquier ente incorpóreo. El origen mágico de la palabra ha llegado hasta nuestros días continuando, si bien ya no en rituales, el llamado de un sentido a un significado; de un color, un aroma, un objeto como la magdalena de Proust o la cabellera de Maupassant. La nostalgia, entendida como un anhelo hacia el pasado, evoca con terquedad quizás irreprochable, el momento abroquelado en la memoria para hacerlo retornar y volver a vivirlo al menos bajo la fugacidad de un instante. Borges nos muestra el anhelado poder de evocar, el mismo al que los seres recurrimos sin poder sostenerlo en el tiempo:
En aquel preciso momento el hombre se dijo:
Qué no daría yo por la dicha
de estar a tu lado en Islandia
bajo el gran día inmóvil
y de compartir el ahora
como se comparte la música
o el sabor de la fruta.
En aquel preciso momento
el hombre estaba junto a ella en Islandia.
Nostalgias del presente, Jorge Luis Borges
Hacia 1935 Albert Camus escribía que la vida de un hombre no es sino el regreso, algunas veces mediante el arte, a buscar las imágenes sencillas y grandiosas a las que se abrió el corazón por primera vez. La reflexión de Camus, implacablemente válida para todas las edades de la humanidad, se nos muestra resumiendo el registro histórico en nuestra noción de Ser: La imagen, el retorno, el corazón; quizás el Yo, quizás el alma. El hombre, frente al tiempo y la memoria como nos lo preguntamos al inicio, aparece amenazado por la muerte al saberse finito contra la eternidad; aparece frágil, cuando la memoria, registro que lo define dado que es Ser, se ve acechada por el olvido. Sin embargo, el sujeto, acaso diminuto entre todos los peligros que podrían fragmentarlo, se mantiene en la posición de existir, en tanto que evoca, en tanto que recuerda, en tanto que tiene una memoria que lo permite inscribirse en el tiempo. En muchos sentidos, todos somos, entre mil formas, Proust sumergiendo la magdalena en el té, viviendo, una vez más, la promesa de eternidad que pervive en el recuerdo.
Obras consultadas
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BORGES, Jorge Luis (2008) El tiempo circular en Historia de la eternidad, Obras completas, Tomo I, Bogotá, Emecé, Pags: 469 – 472
BORGES, Jorge Luis (2008) Funes, el memorioso en Artificios, Obras completas, Bogotá, Tomo I, Emecé, Pags: 583 – 590
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