La Música en la Poesía de William Ospina

La Música en la Poesía de William Ospina

« De la musique avant toute chose »

Verlaine

“If music and sweet poetry agree,

As they must needs, the sister and the brother,

Then must the love be great ‘twixt thee and me,

Because thou lovest the one and I the other.”

  1. Schakespeare

 

 

Tratar de examinar el contenido musical en la obra de un poeta es una tarea que puede convertirse en una mera tautología; la música es inefable, no se puede explicar con palabras y ese esfuerzo por expresar verbalmente lo que está casi oculto en un arte que se funda en el lenguaje podría estar llamado al fracaso. Sin embargo es notorio el interés de los poetas y de los músicos por aproximar estas dos formas del arte en su inspiración. Las ideas de Verlaine y de Mallarmé sobre la correlación entre música y poesía, tanto en los escritos críticos como en sus textos poéticos es una expresión notoria de esta preocupación; de igual forma la música de compositores como Fauré, Debussy o Ravel se ve comprometida con un técnica musical que comparte con la poesía simbolista los temas y los procedimientos; la música de éstos y otros compositores revela una búsqueda de expresión casi inmaterial: melodías y ritmos como  difuminados en un juego de sutiles modulaciones. Un ejemplo, ya clásico, es l’Après midi d’un faune; ciento diez alejandrinos que inspiraron a Debussy ese famoso Preludio en el que se mueven los deseos y los sueños del fauno, cansado de perseguir las ninfas y las náyades que huyen atemorizadas, en medio del calor de ese mediodía.

El pensamiento musical de Verlaine está ilustrado principalmente en su poema “Art poétique”, publicado en la colección Jadis et Naguère de 1884. Desde el primer verso, “de la musique avant toute chose”, se declara una supremacía absoluta de la música, entendida en su forma exterior, es decir, las consonancias, asonancias, las rimas, los ritmos y acentos, etc.; y en su expresión interior, casi oculta, donde se mueven fuerzas que son como vectores creadores de sentidos inefables. Esa suerte de voluntad de imprecisión que uno observa en el ritmo interno de algunos versos, afecta igualmente el sentido. El siguiente alejandrino: Je fais souvent ce rêve étrange et pénétrant, se puede cantar en tres compases de 4 o en dos de 6. La agógica propia de cada versión logra alterar, al menos en parte, el peso del significado.

 

Je fais souvent /  ce rêve étran / ge et pénétrant – 4/4/4

Je fais souvent ce rê / ve étrange et pénétrant – 6/6

 

Silva, con su misteriosa e inagotable sensibilidad, introdujo en la poesía colombiana una música verlainiana en la que se definen paisajes poéticos densos, ritmos en los que se cristalizan las sensaciones sutiles que quiere expresar. Su manifiesto poético, tan frecuentemente olvidado por muchos de los que han escrito versos en esta patria plural, está consignado en el poema “Ars”:

 

“El verso es vaso santo; poned en él tan solo

un pensamiento puro,

en cuyo fondo bullan hirvientes las imágenes

como burbujas de oro de un viejo vino oscuro”

 

¿Cuál es ese vino añejo? ¿Qué son esas burbujas de oro? ¿Qué es la poesía?  “Sólo la Música es. / La Poesía, la Música son una sola Ella (…)/Poesía y Música son el eterno instante” dice De Greiff. Entiendo que lo musical no es la suma de las meras banalidades del metro y la rima sino el pensamiento musical; es decir, el significado que produce la sensibilidad mediante la superposición, yuxtaposición, o combinación de sonidos. Con algunas excepciones –José A. Silva, León de Greiff, Porfirio Barba-Jacob, Aurelio Arturo, José M. Arango, Giovanni Quessep, R. Gómez Jattin, William Ospina- la indigencia musical de la poesía colombiana es notoria. La música no se hace con la aritmética del metro, ni con abalorios de trucos morfológicos y sintácticos. En la “Canción de la alegría”, Barba Jacob dice que la poesía es: “El pensamiento divino hecho melodía humana”. Fernando Charry Lara: “El poeta es el ser que descubre lo que está más allá de las apariencias, gracias al instrumento mágico, la palabra”. William Ospina escribió en alguna parte que poesía es: “Dejar un testimonio de asombro y gratitud por la opresiva minuciosidad de cada minuto”; y que en su poesía, “la gratitud no quiere ser silencio,… sueña erigir en música el recuerdo, con casuales, tortuosas, imprecisas palabras.” Erigir en música… con palabras. La música nace de la poesía y la poesía se vuelve intemporal por la música que contiene. Leyendo un poema de Darío, comentaba Borges que si las imágenes parecían triviales o deleznables, la música no había perdido su magia. “Cuando un poeta acierta, acierta para siempre”, decía, también, Flaubert.

Esa tarea, “de entre todas la más inocente” se empenacha en el pensamiento de Valery, o en la sensibilidad de Darío, o en la “sensual hiperestesia humana” de Silva, o en las “frondas sinfónicas” de De Greiff, o en Aurelio Arturo, cazador de vientos, o en William Ospina y su búsqueda minuciosa del ser poético que se oculta en un gato, una piedra del imperio hallada en un monumento romano, una catedral gótica, una ciudad de oriente, el desamor –también el amor-, el descubrimiento de América, el horror, la belleza, o un momento cualquiera de la cultura universal: el mongol que descubre otro mundo y otros nombres del cielo; el momento en que Rodrigo de Triana, vigía de La Pinta, divisa tierra en la madrugada del 12 de octubre de 1492; los pensamientos de Sonia Andréievna Bers en una remota estación de ferrocarril, una mañana del invierno de 1910. En fin, no hay temas poéticos; sólo el soplo del espíritu del que habla san Juan “…porque la salamandra no es menos importante que Shakespeare, / porque la vida es música.”

Esta reflexión sobre la música en la poesía de William Ospina no es más que el resultado de una gratitud, llena de asombro, por las emociones musicales que me ha prodigado su lectura. A pesar de la advertencia de Angelus Silesius: “Die Rose ist ohne warum” –la rosa es sin porqué- porfiaré en la ilusión de develar lo inefable.

Toda la poesía de William Ospina es religiosa, dice Alberto Quiroga; cualidad que entiendo en las dos acepciones latinas: religatio, lo que une, y religio, delicadeza. Desde los primeros poemas, antes de “Hilo de Arena”, todas las cosas que toca su poesía están unidas por un delicado tejido de sentidos, siempre con una potente vibración que se manifiesta en la sencillez juguetona de un scherzo: Como una liebre dorada/que huye de negra jauría/un pedacito de día/quema la cumbre encantada; o en la melancolía de un adagio lamentoso:

 

Mientras leve nieva o llueve

            la nieve,

sólo una cosa te pido,

            olvido,

sólo una rosa te niego,

            fuego:

su tibio rostro querido,

            ido.

 

William parece interrogar incesantemente la naturaleza de las palabras porque las relaciones entre sonido y sentido no pueden ser arbitrarias. Desde que aparecieron los resultados de las investigaciones de Helmholtz sobre la naturaleza acústica del timbre, muchos teóricos de la palabra –René Gil, entre otros- se preguntaron por la interpretación del sonido de las vocales, las consonantes, y las posibilidades de una “instrumentación verbal”. La acción entre las palabras de un verso es como el proceso de orquestación de una progresión armónica en el que se crean timbres, superposición de ritmos, texturas y dinámicas, movimientos del tempo (accellerando o rallentando),  modulaciones cercanas o lejanas.

Hace muchos años pude compartir, en silencio, algunos momentos en que el poeta, sentado en cualquier rincón, de una cualquiera chambre de bonne,  y sobre cualquier pedazo de papel comenzaba a escribir, y tuve la certeza de lo que cuentan que decía el pintor Whistler: “Art happens” (el arte sucede). Y el arte sucedía en esos momentos, de manera misteriosa, por el estímulo de la lectura de Homero en la versión de Alfonso Reyes en la Casa de Mexico; por un paseo alrededor del parque de Luxemburgo; por el recuerdo de algún lugar de la infancia después de recibir una carta familiar; porque, para ganarse la vida, cada día había que ascender por la calle del Suburbio del Templo, una calle sinuosa, llena de rostros africanos y orientales; por la voluntad de aprisionar algún misterio del universo en una solo línea; por la visión de un cuadro de Durero o de Turner; por la reflexión tranquila sobre lo que nos depara la vida, o por la desolación que produce el recuerdo de un amor que ya es polvo del pasado.

Como “el arte sucede” y como el espíritu sopla cuando y donde le viene en gana, a William Ospina -infatigable viajero- se le echa encima la musa en cualquier lugar del planeta. La poesía lo ha localizado en Atenas, en Roma, por los cañones del Patía, en las llanuras del Neckar; buscando en Frigia las huellas de Parténope; caminando con Arnulfo por la Vía Apia o descubriendo enormes monumentos de piedra en las llanuras del Nilo. Él mismo nos dice: “Ojalá pudiera atrapar en palabras cada bosque, cada calle, cada bullicio de muchachos en los parques al atardecer; capturar las ciudades y los países, su color y su olor; la telaraña de luz de Buenos Aires vista desde el avión en la noche… o esa misa campal en un lugar de Rumania…”

Un sentimiento esencial en la poesía de William Ospina es el descubrimiento de la belleza –y en la belleza lo sagrado- que se asoma o se oculta en todo lo que nos circunda: los árboles, las criaturas que conviven con nuestro territorio, los ríos y las montañas; el amor por esta tierra americana que ha vivido tantas servidumbres. Lo que en algunos ensayos es manifiesto combate con la historia que han tejido los hombres, en los poemas es un tejido de sueños melódicos que dan música a la vida de los hombres. Cada frase se ha convertido en un instrumento tan sensible, que el más leve desplazamiento de una palabra rompería la armonía; la emoción y la expresión del pensamiento permanecen inseparables, sin importar si el estremecimiento inicial lo produjo la literatura:

 

Edgar Poe se miró al espejo y se dijo:

– Ese hombre del espejo no sufre,

es un actor que imita mi sufrimiento.

El hombre del espejo se dijo:

-Ese hombre no sufre,

finge sufrir para que yo sufra imitándolo

 

o la soledad del hombre William:

 

Mi fuego nace en mí y en mí se apaga,

arda en mi soledad el claro fuego,

porque en los ciegos mares que navego

la nave sólo para mí naufraga.

 

o el inevitable asomo de la muerte:

 

…Ni las formas sagradas de la alondra y la arena / compensaron su alma del horror de las cosas.

 

En 1984 se publicó la primera recopilación de poemas; un libro cuyo nombre, “Hilo de arena”, cifra el sentido de esa colección: granos de arena recogidos al azar de las vivencias en París, los recuerdos de la infancia, las primeras reflexiones sobre una América que se ve de lejos, las pinturas del Louvre, la lectura de los clásicos. Haciendo eco en un pensamiento de Nietzsche: “la vida sin música constituye simplemente un error, una fatiga, un exilio”, la expresión vital en estos hilos de arena es una melodía que no pacta con la línea recta monocorde, cuyos ritmos no pasan como minúsculas piedras por el estrecho agujero central de los dos conos en períodos constantes. La lectura que hace William de un cuadro de Durero se convierte en una profunda reflexión filosófica sobre el sentido de la vida, pero no en la forma grave de las sentencias morales, sino con una combinación de sonidos enlazados en texturas que, a su vez, le imprimen un tempo musical específico. Todo esto es más fácil sentirlo que decirlo, pero veamos: la tela de Durero es un anciano que con su mano señala un cráneo. Después de una lenta descripción de la escena, el ritmo del poema se detiene para exponer, casi en textura vertical, estos sonidos: Soy digno de tu signo, duro anciano, e inmediatamente, con un cambio súbito de velocidad –un cambio en el tempo:soy un cuerpo que viaja hacia su ruina / por el huidizo tiempo incontenible. El sonido que crean las palabras digno, signo y duro (duro es el cráneo que señala el anciano) es el de objetos sonoros suspendidos, sin pulsación que los aliente. En contraste, la relación entre cuerpo que viaja y huidizo tiempo; ruina e incontenible, produce una aceleración que sólo cede con el último verso de la estrofa: sin miedo y sin furor, serenamente. La tercera estrofa tiene carácter de interludio que prepara la cadencia final y que juega, como en Mahler, con la ambivalencia de modos superpuestos: en modo menor…ya no soy yo. Ya soy la vida frágil / que desespera y teje su alabanza, y el final, en modo mayor: …y traza breves huellas sobre un mundo / hospitalario, presuroso, ajeno.

En La luna del Dragón, de 1993, el problema del tiempo está presente en todos los poemas. La pregunta fundamental de los seres humanos, a lo largo de su historia en el mundo, ha sido formulada alrededor de dos conceptos problemáticos: el cambio y la permanencia. Todos tenemos evidencia del cambio en el mundo de los acontecimientos pero, igualmente, hemos realizado la posibilidad de la permanencia. Los hombres han pensado el tiempo desde las perspectivas de lo mutable y lo inmutable; en algunos casos, como en el Buda del mundo oriental, buscando escapar a la rueda del tiempo a través del alma; en otros, como en el pensamiento presocrático de Heráclito y Parménides, o en el contemporáneo de Bergson y Bradley, tratando de saber si lo real es el cambio o la permanencia.

La música vive en el tiempo, para el tiempo; hacer música es construir el tiempo. En este libro se escruta el tiempo como concepto filosófico y como composición musical. No es por azar que el primer poema evoque una de esas músicas notables –Parténope– que sigue cantando en el tiempo, prodigando la dicha a los pescadores, sin saber que la leyenda ya se cumplió aunque Ulises hubiese anhelado el naufragio. De este preludio, con su ritmo lento, casi intemporal, el libro nos lleva a una breve y brutal declaración de la finitud de la vida: Nuestros muertos / no están en parte alguna / ya son hierba y estrellas. Como sugiere Harold Bloom, cualquiera que lea poesía moderna habrá leído a William Wordsworth aunque no lo haya leído nunca. Imposible olvidar estos versos del poeta inglés:

 

A slumber did my spirit seal;                              Un sueño profundo se apoderó de mi espíritu
I had no human fears:                                              habían desaparecido los pavores humanos
She seemed a thing that could not feel                            Elle me pareció como un ser insensible
The touch of earthly years.                                                              Al roce terreno de los años

No motion has she now, no force;                                         Ya no tiene movimiento, ni fuerza
She neither hears nor sees;                                                                        ya no escucha, ni ve;
Rolled round in earth’s diurnal course,                               gira con el curso diario de la tierra
With rocks, and stones, and trees.                                Con las rocas, las piedras y los árboles.

 

Así, en la “Elegía” de William: …Y aquel en cuyo pecho / se enfrentaron los vientos / es ya un sordo fragmento de planeta, / brizna borrosa que ignorante discurre / girando con pirámides y estrellas, / lejos de la aflicción.

 

Los sentimientos humanos –el amor, sobre todos los demás- nacen, se despliegan y se herrumbran en el tiempo. Primero una remembranza de un amor adolescente, que vuelve a la memoria, traída quizás por la llanura que retrocede vertiginosamente  por la ventanilla de un tren; y esta observación: es raro que esta tarde aún me inquiete. Luego, el gato de Schopenhauer (que no recuerda la tarde ni presiente la aurora), y las tesis de los griegos –Heráclito y Parménides- sobre el mismo asunto del tiempo: El hombre que se aleja no es ya el hombre que vino; en cambio: ésta criatura nunca cambiará su destino…  Algo en mí envidia a veces su misteriosa suerte, / pero a los dos el tiempo nos perderá en la muerte. Las flexiones aleja y vino se superponen, polifónicamente, con la palabra destino; luego, la conjunción rítmica entre suerte  y muerte son una cadencia.

Ariadna, nuevamente un movimiento lento, es un interludio mitológico que nos recuerda el preludio –Parténope- y nos prepara para una nueva indagación del tiempo: las casas que albergaron a todos los seres que hemos sido y que han cambiado como cambian esos espacios.  Porque así sé que sólo lo que se queda en la memoria perdura… Así he entendido que  no hay morada / sino la que proyecta el corazón sobre un espacio cambiante.

El misterio del tiempo, el cambio y la permanencia, la vida y la muerte, están plasmados de manera sublime en esa pequeña tórtola que agoniza en las manos de una mujer, en las orillas del Loira. Estos dos versos: Tus manos suaves que quemaba el frio / hacia el temblor agónico extendiste, hacen una conjunción de pathos y delicadeza estética en la expresión musical de vida y muerte. Lo curioso, muy frecuente en la poesía de William Ospina, es que detrás del sujeto explícito hay un protagonista secreto que sólo se revela como entre sombras: un amor, lleno de pudor, que se insinúa de manera indirecta. Al final, nos damos que cuenta de que al amor le espera el mismo fin: Te vi abatida, soñando junto a mí. Después, la vida, se llevó el Loira, la llanura, el sueño. A veces el tiempo es más sañoso con los sentimientos que los hombres construyen en el alma, que con los templos que edificaron en la historia. Un recuerdo de una tarde en Atenas es casi un pretexto para protestar la fragilidad del amor: … Y hoy que evoco esos fuegos, Atenas, las colinas, / el amor demorándonos en las blancas esquinas, / ya sólo aquellas ruinas parecen estar vivas.

Al modo de Quevedo, poeta admirado por William y quien representa una cumbre poética en la que se reúnen la música de Góngora, las destrezas de Lope y muchas de las pasiones de los místicos, nuestro poeta vuelve a elaborar el tema del tiempo –vida y muerte- en el poema Polvo; una palabra sola, definitiva. Primero la enumeración de la devastación y luego la definición del tiempo, casi brutal, con la yuxtaposición antinómica entre crear y destruir: Arquitecto de escombros, lento, el tiempo… Las pruebas de tal afirmación se presentan con modificaciones del tempo musical, como en la agógica romántica: una serie de verbos que actúan de forma metonímica: poner herrumbre, verter aridez, gastar con agua los peñascos, diezmar la lima, tejer orificios, devorar las fauces.

Son incontables los ejemplos de esta música conmovedora que se desarrolla melódica y armónicamente en la búsqueda incesante de un sentido para el enigma esencial de la naturaleza. Que sea cierto el ayer, una vez más me asombra / No entiendo cual es ya su obstinada substancia. Esta última aliteración construye el ritmo moroso de su significado. La variación, procedimiento de desarrollo musical por excelencia, le permite tejer innumerables tramas con la misma reflexión poética; una de esas variaciones –whitmaniana en su entonación- es el poema Árbol.

 

En William: Ahí está, en la colina, /  entre nubes de insectos que susurran, / siempre fiel a sí mismo, sin preguntas, / sin proyectar al cielo verdes ídolos, / divinamente libre de esperanza y memoria… Está firme en la tierra que lo sueña. No envidia / al potro que a su lado galopa resoplando…

 

En Whitman: Me parece que yo podría vivir con los animales: son tan plácidos y retraídos, / Me detengo a contemplarlos largamente / no protestan, no se quejan de su situación / no andan desvelados en la obscuridad ni lloran por sus pecados / no me exasperan hablándome de sus deberes para con Dios / no hay ninguno que no esté satisfecho, no hay ninguno que esté poseso de la manía de poseer / no hay ninguno que se prosterne ante otro, ni ante los otros de su especie que vivieron hace miles de años / no hay ninguno que sea respetable o desgraciado sobre el haz de la tierra.

 

Muchos libros de poesía son colecciones de poemas que se juntaron para ser encuadernados en un mismo volumen. William escribió “El país del viento” como un libro unitario, concebido y puesto en música con el mismo aliento y donde “El Dakota que canta su amor en una tienda del desierto, hace siglos, y el astronauta que prepara el descenso, están mirando, en el mismo momento, la misma luna.” Si en la “La luna del Dragón” se respira la gravedad de una música de cámara, como en los cuartetos de Beethoven o de Webern, en “El país del viento” sentimos la exuberancia del poema sinfónico straussiano. Cambia el tono, “la orquestación”, la cadencia del ritmo y la plasticidad melódica de las frases.

En una farragosa e insustancial historia de la poesía colombiana, Cobo Borda, miembro de número del establecimiento político-literario, dice que Ospina “logra componer retratos logrados de algunas figuras como Lope de Aguirre… Pero, hay una imprecisión final que parece diluir el conjunto, debido a ese énfasis grandilocuente y apocalíptico donde demasiados Dioses, con mayúscula, no terminan de morir.”[1] ¿Énfasis grandilocuente y apocalíptico? ¡Qué bobo! Como Juan Gustavo tiene mal oído musical, sus fortuitos encuentros con la poesía lo cogen desprevenido mientras tararea uno de sus sonsonetes: “Tu olor -el incontrovertible y brutal olor del amor- permanece intacto mientras los besos se volatilizan en su propio júbilo”. ¿Grandilocuente Ospina? Escuchemos esto:

 

En la punta de la flecha ya está, invisible, el corazón del pájaro.

En la hoja del remo ya está, invisible, el agua.

En torno del hocico del venado ya tiemblan, invisibles, las ondas del estanque.

En mis labios ya están, invisibles, tus labios.

 

A ese baladrón le parece “apocalíptica” esa declaración pudorosa, casi secreta, de amor. En ese viaje por la historia mítica de América, el poeta se detiene a mirar los árboles en una meseta del Vaupés, esa región que habitaron cubeos, guananos y tukanos y cuyo río, afluente del río Negro, es motivo para una música hecha de maderas:

 

Qué son las canoas sino los árboles cansados de estar quietos.

Qué son los postes de colores sino los árboles hundiendo sus raíces en el cielo.

Qué son los puentes colgantes sino los árboles jugando con el vértigo.

Qué son las alegres fogatas sino los árboles contando su último secreto.

 

Como contrapunto a la madera, se expresan ahora esos elementos nacidos del árbol:

 

Follaje de las ondas que va quedando atrás con el golpe del remo.

Follaje de sonidos que en torno de los postes enardece al guerrero.

Follaje de invisibles caminos que comienza en el confín del puente

Follaje de humaredas que ascienden en desorden entre las titilantes orquídeas.

 

Aunque en la poesía, a diferencia de una partitura, la lectura no es vertical, la noción de polifonía se justifica por el poder sugestivo de la alquimia verbal que nos permite eliminar el descalce temporal entre las palabras y recrear una superposición de ecos para convertir la lectura lineal en una lectura vertical. En respuesta a esta polifonía, percibimos una voz que confiesa y reprocha. Esa magia binaria es un reproche de amor.

 

Con granadillo hice el bastón para espantar a los malos espíritus.

Con la madera del caobo hice las cuentas de un collar para tu pecho oscuro.

Con fruto seco del tekiba hice la copa en la que le ofreciste el agua.

Con la madera del laurel hice esta flecha.

 

La musicalidad en la obra poética de William Ospina es más cercana a la música francesa de Verlaine, poesía de embrujos, que a la música de Mallarmé, el poeta de los textos herméticos. En sentido literal, la sintaxis y el significado de las palabras son elementos susceptibles de organizar la música en la poesía como se organizan las notas en una partitura. La alteración del sentido de una palabra, su lugar en la frase, crea vínculos asociativos inhabituales que producen efectos disonantes como los que se encuentran en la música. En la Invocación sobre el río Negro el tema es mínimo: una huída; pero como en los kenningar de la poesía islandesa, las imágenes y sus asociaciones son todo: el poema tiene el agitado tempo que las palabras solicitan al remo salvador que es: hijo del árbol, ala alterna, bastón del fugitivo, espada del que huye, espada negra,  rama sagrada.

 

Hiere aprisa las aguas, amigo,

De ti dependo ahora para llegar a las riberas del día.

Ya muchos meses estuviste inmóvil

Bajo los pies del pájaro.

Ahora es tuya la forma de la hoja,

Y el viento es más espeso y tiene peces,

Y atrás la oscuridad se está llenando

De garras y de gritos y de puntas de hierro.

Hijo del árbol, sé más dócil que nunca:

Vuela como la flecha, dile tu prisa

A la lenta serpiente que nos lleva en su lomo.

Mata las blandas leguas, espada negra.

Todo a mi espalda es cólera,

Y sólo enlaza su cordel a mis ojos

La cenicienta luz de la estrella.

Única ala alterna de mi solitario descenso,

Divide la enmarañada cabellera del agua,

Apártame ese atrás lleno de barcas negras.

Por la caverna hostil de la noche,

A cada golpe ansioso de mi corazón hiere el agua,

Bastón del fugitivo, espada del que huye,

Sagrada rama,

Rema.

 

Si en Verlaine es más importante la melodía que la intensidad, en William se han sumado todos los elementos musicales: timbres, intensidades y texturas de asombrosa eficacia. Abro el libro al azar y quien aparece es la devastadora figura de Lope de Aguirre; cuando leo en voz alta comienzan a aparecer los timbres: encendidas flores con forma de pájaros; la rauda flecha del halcón hacia la comadreja de aguas; en cada daga sangre; pantanos infestados de dientes; senos oscuros que penden como frutos. Ahí está la paleta dinámica de las intensidades que va desde un pianissimo: la selva invade el alma como un vino;  pasando por el mezzoforte: el palacio de estos atardeceres de tormento que se parecen a mi alma; el forte: …el mar está exornado de sus blasones hasta los confines de Oriente, / y la tierra gime de leones españoles desde el río Sacramento hasta los arrozales de Manila, / desde las charcas fétidas del infierno hasta las últimas plumas de los ángeles; y el fortissimo: Sé que al darles la espalda, estos hombres me miran como perros. / Sé que estoy afilando el cuchillo que pasarán por mi garganta.  Ahí están, abigarradas, la texturas que se mueven como acordes: …si son crueles los monjes… si son degolladores los reyes… si son perversos los obispos… si son despiadados los clérigos… si son salvajes los capitanes… si bajo Europa entera aúllan las mazmorras; texturas de líneas independientes que hacen polifonía. Al principio del poema estas líneas suspendidas por la observación:

 

Aparto con las manos los enormes ramajes              

Miro a solas las encendidas flores con forma de pájaros,

La extrema contorsión de la serpiente herida

Que las nubes parecen reflejar en el cielo.

 

y que obtienen respuesta en la mitad del poema con otras líneas agitadas por la acción:

 

Déjeme a mí el palacio de estos atardeceres de tormento que se parecen a mi alma,

Donde bestiales tropas me adoran de miedo,

Donde debo mirarlos como un buitre para que no me maten,

Donde los últimos ángeles de mi infancia se descomponen en las ciénagas tibias,

Donde los hombres solos, desprendidos del barco de los siglos, aprenden a ser crueles,

A combatir el cielo a dentelladas, a recelar en el amor la emboscada.

 

Lope de Aguirre, ese temible aventurero español, fue el instrumento que escogió el destino para hacer justicia en el cuerpo del tirano Pedro de Ursúa. Este conquistador, que había nacido en el valle navarro de Baztán el mismo año en que nació Palestrina, cerca de Roma, es el personaje de la primera de un tríptico de novelas de William Ospina. Cuando Ursúa fue ajusticiado por Lope de Aguirre en 1561, a la temprana edad de 36 años, había consumado muchos más asesinatos en nombre de Carlos V que los motetes que Giovanni Perluigi había compuesto en nombre de los papas Julio III y  Marcello II. En medio de los relatos terribles que se tejen en esta imprescindible novela, emerge, en cada una de las 474 páginas, hermosa, la música de una poesía que no se crea en los artificios de la rima, sino en la combinación de las cadencias. Citaré al azar algunos pocos ejemplos:

 

Bosques avanzando contra las fortalezas, ráfagas de jinetes con turbantes sobre caballos agilísimos cortando el viento con sus sables torcidos,…el rostro de un hombre soplando un cuerno de marfil con tanta fuerza que se le agrietaban las sienes,…últimas oleadas de una tinta roja con cráneos humanos en lo alto de las lanzas, bajo cielos de incendio empavesados de buitres[2].

 

Cada vez más ávidos del oro de los cuerpos y de las minas, de la plata de los socavones, de las largas vetas verdes de cristal que serpentean bajo las montañas, del fondo arenoso de perlas del mar de diversos colores.[3]

 

El suelo se hizo otro suelo y el viento se hizo otro viento, cambiaron de gritos los pájaros en las ramas y cambiaron de forma los seres presentidos en la tiniebla; el aire entre los cuerpos se llenó de palabras incomprensibles, la carne se mostraba a la vez más impúdica y más inocente, y la mente se fue llenando de recuerdos desconocidos y de túneles caprichosos.[4]

 

Las tierras aturden a los hombres con la ilusión de ser sus dueños, y a veces les conceden el duro don de verse despojados, para que la extrañeza del mundo se haga más completa con su pérdida.[5]

 

Este culto por el sol, de quien el oro es la sombra en la tierra.[6]

 

Donde antes hubo jefes con diadema de plumas y manto de colores administrando para todos los dones del sol y de la luna, dialogando con el suelo fecundo y con la laguna donde viven las voces, ahora había un señor de casco de acero y cerco de mastines exigiendo tributos.[7]

 

Ursúa, por un momento, tuvo una visión: le pareció percibir en las lomas con robles a un hombre antiquísimo, que oteaba solitario desde los riscos el mundo en la distancia, y sintió que aquel hombre había olvidado los duros caminos por los que llegó a su morada. Mirando desde lo alto, sobre las tapias familiares, sobre los sembrados pródigos y las trojes cubiertas, veía guerras e incendios en los horizontes lejanos; tormentas sacudiendo y cabalgatas devastando las tierras quebradas; oía truenos, veía romperse el cielo en centellas y abrirse las grandes flores de fuego de los volcanes; veía volar sobre los reinos diminutos las nubes de ceniza de las grandes catástrofes, y oía lamentos apagados entre los resplandores, hondísimos gritos de angustia, el mensaje de destrucción y de muerte que traían de lejos los vientos y los pájaros. Abrió los ojos, sacudió la cabeza por un momento demorada en los sueños, y comprendió que por primera vez ante los desafíos de la acción algo en él había anhelado hundirse de nuevo en las sábanas tibias y en las axilas de su india olorosas a hierba fragante.[8]

 

Antes de Ursúa, William había publicado ¿Con quien habla Virginia caminando hacia el agua?, el último libro de poemas. No citaré el comentario que hizo Cobo en el mismo estoraque de marras porque este crítico atolondrado no sólo no sabe escribir, sino que tampoco sabe leer. El primer poema, Weimar, 1900, los contiene todos; un sabio que muere en los albores del siglo, solo ve en el espejo la oscuridad de la centuria que llega. Si me agrada tanto la escogencia de Nietzsche para iniciar este fresco de las luces y las sombras del siglo XX es porque Nietzsche todo lo pensó a partir de la música y eso lo distingue de Kant o de Schiller y lo identifica con Schopenhauer. La música comienza con el cuerpo y no con una filosofía. “Siempre he escrito mi obra con todo mi cuerpo y mi vida; ignoro lo que son los problemas “puramente espirituales” –Aurora, 1880-

Cuando uno avanza sobre los versos de este tejido, el siglo se va dibujando, a veces con melancolía, a veces con un gesto irónico, muchas veces mostrando lo peor de la especie, pero siempre poniéndonos en presencia, no de una descripción de la realidad –para eso bastarían los periódicos- sino de una elaboración verbal-musical, llena de gestos plásticos que crean sentido. Puedo pensar que el anarquista que no nombra el poema, puede ser Gavrilo Princip; puedo pensar que el tirano que no nombra el poema, puede ser Francisco Fernando de Habsburgo; puedo pensar que la fecha del disparo –lo que carece de importancia- fue el 28 de junio de 1914; puedo pensar que la acción tuvo lugar –y tampoco tiene importancia- en Sarajevo. Lo que no puedo dejar de sentir es que el ritmo musical de cada frase tiene la respiración convulsiva de algunos ritmos stravinskianos:

 

Yo no soy el que mata a distancia,

 escudado en el aire invisible.

Yo no soy el que hace inviolable su crimen

 bajo el ropaje de una ley o una iglesia.

Salgo de en medio de las multitudes

……………

No me importa morir…

……………

Avanzo hacia el cortejo marcial…

Tomo las riendas del caballo del príncipe, miro su rostro elegante y perplejo.

Apunto el arma hacia su pecho…

…………..

El caballo me salpica de espuma

 

El último verso transforma ese cuadro lleno de imágenes precisas, con una desolada visión: Este seco estampido se está escuchando hasta en los últimos confines del mundo. Aquí seguimos, escuchando los ecos de ese seco estampido en los desiertos de Irak, en las montañas de Chechenia, en las sabanas del Sudán, en las selvas del Putumayo, en los montes de María, buscando un poco de redención en la poesía “porque la vida es música”.

 

 

[1] Cobo Borda: “Historia de la poesía colombiana”, pág. 528

[2] William Ospina: “Ursúa”, Alfaguara S.A. 2005, pág. 25

[3] Idem, pág. 38

[4] Idem, pág. 51

[5] Idem, pág. 56

[6] Idem, pág. 143

[7] Idem, pág. 221

[8] Idem, pág. 312