Presentación del libro Del olvido deliberado o deliberación sobre el olvido de Eduardo Botero y Bibiana Sierra
Eduardo Botero y Bibiana Sierra han compuesto en un concertado canon un libro que tiene la notable característica de ser una presentación global del ciclo colombiano de violencia – desplazamiento – violencia, complementado por los ciclos de violencia – venganza – violencia y represión – violencia – represión, y al mismo tiempo una serie de precisos ensayos, válidos cada uno en si mismo, sobre el papel crucial de la palabra y la memoria en la tragedia colombiana y en las posibilidades de catarsis curativa de sus efectos individuales y colectivos.
Es un trabajo necesario porque tal parece que una gran mayoría de nuestros conciudadanos padece de un enceguecimiento frente a las características apocalípticas, en el sentido social, que ha desarrollado el enfrentamiento del Estado con las fuerzas devastadoras que su propia política ha engendrado. Porque, como bien lo subrayan los autores, los protagonistas actuales del conflicto armado “y el propio Estado- y los factores sociales, políticos o económicos que le dieron origen… aún contribuyen a su mantenimiento.”
No creo exagerar cuando hago alusión al apocalipsis social que nos amenaza, pues la anomia a la que hacen referencia muy pertinente Botero y Sierra, significa exactamente abolición de la humanidad de lo humano; sentido rescatado en una también pertinente cita de Ignace Ramonet que deja de lado la desviación de la neurolingüística para volver a lo aristotélico del término: ausencia de ley que hace imposible la existencia en lo social que caracteriza esa humanidad de los humanos; porque para Aristóteles, cuando investiga el misterio del valor de las cosas, es decir lo que hace iguales a los hombres, y posibles las equivalencias entre cosas, cualesquiera que sean sus quehaceres y sus habilidades o condiciones, es el nomos, vale decir la ley en su sentido más amplio. Yo pienso que Aristóteles debió inspirar a Durkheim quién es citado por José Malaver como aquel que desarrolló el concepto de anomia “para referirse al momento en que las normas de la sociedad se descomponen y la unidad social se pone en riesgo”.
La anomia, la ausencia de esa ley, hace al hombre más pequeño que sí mismo y lo introduce en un tiempo de angustia imposible. Al no ser posible la angustia desaparece otra dimensión de la humanidad. Porque ¿dónde está nuestra angustia? Todos los medios se dedican a presentar la mezcla de las imágenes cruentas de la guerra con las trivialidades del poder y la farándula de la decadencia, algo que les permite afirmar sin pudor, basándose en extrañas encuestas, que Colombia es uno de los países más felices del mundo. Todo invita a borrar las huellas de una angustia media significativa.
¿Cómo es esto posible? Nada nos autoriza a abordar la cuestión de saber si se justifica o no decir que una época de represión autoritaria, de guerra, de masacres y desplazamientos forzados, de pueblos incendiados y personas permanentemente desaparecidas es un tiempo de angustia, porque la palabra misma de angustia, como la de depresión, se ha convertido en mercancía que oculta la angustia real, que tiene que ver con un cuestionamiento profundo de nuestro ser en el mundo y no con eso que a los psiquiatras les ha dado por denominar pánico. Heidegger dejó bien establecido que el miedo, aún el patológico e irracional, y la angustia son cosas muy distintas, con la diferencia que va del ser ahí al ser propiamente dicho que es el que se pregunta por el ser. En otras palabras, aunque mucha gente habla de angustia hay muy poca gente a la que la angustia hace hablar, que hablan por angustia.
Debemos recordar que la palabra hizo su entrada al mundo del pensamiento hace mucho más de cien años gracias a Kierkegaard y posee un pasado altamente filosófico que avanza hasta Heidegger y Sartre, antes de caer impresa en el papel brillante de las revistas de moda y en el palabrerío de los locutores y presentadores de televisión, además de haberse convertido en moneda corriente de la consulta psiquiátrica y parte del menú de la propaganda cotidiana de las casas farmacéuticas. También lo señalan muy bien Eduardo y Bibiana: corremos el riesgo de que nos medicalicen el desplazamiento forzado por las masacres paraoficiales (término que propongo para sustituir el de paramilitares que sugiere que sólo los militares pueden estar comprometidos en la complicidad) y la ferocidad guerrillera que ha perdido todo norte ideológico para hacer parte del gran negocio de la guerra.
Pero en medio de un conflicto como el colombiano esta manera de expresarse no solo es falsa sino insincera. No tenemos por qué detenernos en la ridícula pequeña ansiedad que nos suscita cualquier contratiempo. Sólo textos como el que hoy nos entregan Botero y Sierra nos recuerdan que no todos nuestros conciudadanos están sumergidos en la ceguera. Que hay algunos que al poner a un lado el periódico pueden tener pena de permanecer en estado de fugitiva revelación, de no haber intentado profundizar en esta angustia, en vez de dejarse llevar por la simple preocupación de lo que les espera mañana o pasado mañana.
Me apropio de un término de Günther Anders (De la Bombe et de notre aveuglemaent face à l’apocalypse 1995) para subrayar que en relación con la cantidad de angustia que todos deberíamos estar experimentando frente a los acontecimientos colombianos somos simplemente “analfabetos de la angustia” o que somos incapaces hasta de sentir miedo de verdad. El libro que presentamos es un llamado de atención sobre ese analfabetismo.
Para la mayoría la eventualidad de un peligro que no presenta el carácter de inminencia parece imposible; prácticamente no se le concibe, al cabo de los años de violencia sin reglas el peligro se ha vuelto familiar y fastidioso pero este texto singular nos propone que es la hora de sentir miedo, es la hora de aprender el miedo a la medida del peligro que plantea la situación colombiana, el miedo que hemos dejado a cargo de los desplazados, de las víctimas; al revés de la consigna de Roosevelt de “liberarse del miedo” sería necesario tener miedo para ser libres, para ser de nuevo libres, o simplemente para sobrevivir. Porque la ausencia de miedo no sería producto del coraje sino de causas que nos sería preciso sobrepasar para vencer la indolencia con la cual nos encaminamos a nuestra destrucción.
Una de esas causas es antropológica. Más allá de las imágenes de la televisión nos es casi imposible imaginar lo que es verdaderamente la destrucción de un pueblo como El Salado en Bolívar, el asesinato masivo de sus pobladores por los medios más crueles, el éxodo de los sobrevivientes. Tenemos una visión indistinta de humo, de ruinas y de sangre, y eso sin embargo es mucho en comparación de la ínfima parcela de afectividad o de responsabilidad que somos capaces de desarrollar frente a esa destrucción de vida, de cultura, de sociedad, esa destrucción del nomos que conduce a la anomia. Como dice Anders: “nosotros podemos asesinar millares de personas. Representarnos tal vez, una docena de muertos, pero apenas podemos llorar o lamentar uno que otro”. Parece que nuestra capacidad de sentir se ha quedado congelada en el exceso mismo de la matanza cotidiana, del secuestro cotidiano, de la errancia cotidiana de millares de compatriotas.
Es aquí donde, como lo demuestra el texto que comentamos, se instalan los mecanismos de victimización de las víctimas, vale decir de los procesos mediante los cuales las víctimas, son convertidas en cifras, en diagnósticos que no tienen en cuenta sus propias vivencias, en terapias asistenciales que los transforman en sujetos de un padecimiento crónico, en problema que para la tranquilidad general el gobierno tiene que resolver o ya está resolviendo, en materia de sentencias constitucionales que le recuerdan al Estado la obligatoriedad de esa asistencia, programas de ayuda que claman por recursos nacionales e internacionales, de los cuales suelen después no dar cuentas. Es aquí donde el estudio de Botero y Sierra da sus mejores frutos, en el análisis exhaustivo de lo que significa ser víctimas y sus derivaciones en el campo de la psicología, la política, la justicia y la asistencia social.
Pero el texto nos hace una exigencia que va más allá de la letra: reclama que extendamos deliberadamente nuestra facultad de imaginación ética, nuestra facultad de representación, de recuperar del olvido la desmesura de nuestra historia de violencia, no para la venganza, sino para la comprensión terapéutica que permita, como dicen los autores, la memoria del acontecimiento y el olvido de los hechos. No es posible dar indicaciones concretas que conduzcan a esta experiencia. Superar este duelo traumático individual y colectivo pasa por etapas que son muy difíciles de establecer, de comunicar, casi siempre nos tendremos que quedar en el umbral, o dicho de otro modo, en lo que precedió y sucedió a la acción traumática. Este rescate es, por otra parte bastante diferente de la tan de moda human engineering. Esta trata, como desgraciadamente lo practican algunos proyectos que se adelantan con los desplazados por la violencia paraestatal, estatal o antiestatal, de transformarlos en víctimas adaptadas, identificadas con su estatus de víctimas, vale decir resignadas a solamente recibir la asistencia sin plantear reivindicaciones políticas, éticas o psicológicas que les devuelvan la parte de humanidad que inevitablemente se pierde en el camino hacia la masacre y el exilio.
El libro de Eduardo y Bibiana hace un llamado a que permanezcamos ante los humillados y ofendidos por la masacre y la amenaza con los oídos abiertos para escucharlos como las personas que, pese a esa pérdida relativa de humanidad causada por su tragedia, siguen siendo; y a que dotemos la imaginación de un plus moral que nos permita realmente comprender el sufrimiento y no simplemente compadecerlo, por un rato. Pero esto es todo lo que se puede expresar con palabras pues si se va más allá del instante en que ese umbral es franqueado, la ética se transforma en política, o queda en nada, en un simple pensum de buenos propósitos.
Este trabajo, por otra parte, nos invita a buscar raíces que no se encuentran en los resultados de proyectos diversos, ni en una investigación epistemológica de las condiciones de validez de unas cuantas teorías: las raíces de nuestra impotencia frente a la anomia apocalíptica que se esboza en el futuro más o menos inmediato como resultado de la consigna oficial de que todos somos víctimas y que por lo tanto no hay ninguna posibilidad real, sino apenas un simulacro, de restituir el nomos perdido, vale decir la ley que nos integra a todos socialmente como humanos.
¿Por qué la angustia, que exigiría Kierkegaard ante fenómenos que deberían cuestionar gravemente nuestra propia existencia, no pasa de un ligero sobresalto? No vamos a caer en la tentación de decir que la imposibilidad de la angustia existencial y transformadora se dé sólo por la forma que adquiere en la información mediática la tragedia de la población civil en Colombia. Algo influye el que dicha información sea, en sí misma, comercial, y no sólo sus espacios publicitarios, de los cuales los pretendidos noticieros no son sino soporte; tanto que podría cambiarse el formato para que el presentador dijera después de una serie de comerciales: ahora vamos a hacer un breve corte para mostrarles unos lamentables hechos de la vida nacional e internacional.
Si por lo general somos intocables por la angustia, si hemos perdido el sagrado derecho al miedo, como por otra parte lo ha perdido toda la humanidad frente a la amenaza nuclear, que ya no es solamente “la bomba” sino también la industria energética contemporánea, si todo lo pensado y escrito por Kierkegaard y Heidegger se ha convertido en disquisiciones para eruditos (si alguien hoy se atreviera a pensar y escribir como ellos sería considerado anacrónico cuando no perturbado mental) es por la “naturalización” de la guerra, de las diferentes guerras que venimos padeciendo; todo lo diferenciado y específico de cada guerra nuestra se anula recurriendo a un vocablo genérico, y por lo tanto neutral: simplemente hablamos de “La Violencia” y ya no tenemos que explicar nada, ella cubre todos los orígenes posibles, todos los desarrollos y todas las consecuencias.
Es una característica de la ideología contemporánea: tampoco la economía parece tener nada que ver con voluntades políticas, de dominación, de explotación, con el enriquecimiento de unos pocos y el empobrecimiento de otros muchos; todos los complejos y terribles fenómenos actuales como el desempleo, la pobreza generalizada, la tugurización de las ciudades, los desequilibrios monetarios que arruinan países enteros, son escamoteados a la historia y a la política y presentados, de nuevo los medios ayudando, como fenómenos naturales ante los cuales seríamos tan impotentes como ante una tormenta tropical, un terremoto, o una erupción volcánica. Si el desastre nos atrapa, el miedo nos devora, nos puede paralizar o volvernos héroes; pero si es sólo una imagen en la pantalla, repetida con insistencia desgastadora, o si sólo es un pronóstico de algo que nos puede suceder pero que es verdaderamente irrepresentable por anticipado, la misma imposibilidad de hacer nada para evitar que se cumpla el anuncio de la posible catástrofe toma la forma de una especie de coraje indiferente, porque todo el mecanismo está fuera de nuestro control, no podemos hacer otra cosa que echarnos unas cuantas bendiciones y esperar que sólo le pase a otros.
Esta fuente de la anulación de la angustia, y del simple miedo, aparentemente es muy lejana: es la forma como se ha organizado el trabajo y la vida cotidiana, y también las leyes que rigen la economía en la civilización industrial. Creo que en este punto es bueno recordar que la guerra en Colombia, la guerra que nos convierte en país de riesgo, un riesgo que duplica el riesgo atómico bajo el cual vive el mundo, está funcionando como una gran empresa. Para comprenderlo miremos la empresa de cerca; ¿qué vemos? Que el trabajo se ha convertido en algo más que un proceso de agregación de valor; el trabajador tiene que ofrecer una “colaboración” consubstancial con la empresa, ya no se puede sentir como alguien que ha vendido solamente su fuerza de trabajo, su calificación y un tiempo determinado a la gran compañía que lo emplea. Ya no se trata de trabajar con otros y junto a otros para el logro de un producto realizado entre todos. Ahora se trata de cumplir funciones para un sistema del cual ninguno de los trabajadores conoce su funcionamiento completo ni tiene una visión de conjunto; él es un rodamiento entre otros rodamientos y al cual se le exige la misma confiabilidad que a un rodamiento mecánico. A eso la ideología empresarial lo denomina lealtad.
De esta descripción, si se quiere trivial, de lo que pasa, surge, sin embargo, una cuestión más complicada: ¿realmente actuamos cuando trabajamos en esas condiciones? Si actuar implica conocimiento de lo que hacemos, y por lo tanto responsabilidad en las consecuencias, entonces no podemos decir que la mayoría de los humanos actúa cuando trabaja en tales circunstancias. Excepción hecha de los trabajadores independientes, relativamente escasos dentro del sistema de producción propiamente dicho, se trabaja en una empresa que no se conoce a cabalidad para producir unos resultados sobre los que no tenemos la menor influencia y por consiguiente tampoco ninguna responsabilidad. No se trata de un sujeto activo o pasivo, sino neutro, simplemente.
En otras palabras: el sujeto es convertido en un medio, ya sea por la violencia como sucedió en los regímenes totalitarios, ya sea por una dominación ideológica en la que la violencia queda envuelta en caramelo democrático. El problema es que esta no pasividad y no actividad, esta neutralización del sujeto no es algo que se quede circulando solamente dentro del psiquismo de un individuo y determinando sus actitudes, por el contrario, es algo que se irradia a toda la sociedad. Por supuesto es más fácil verlo en su entera banalidad en un régimen totalitario.
En la Alemania nazi los verdugos trabajaban, sí aunque suene escandaloso, trabajaban, en esa forma; sin remordimientos ni vergüenza. En su defensa, ante el tribunal que lo juzgaba en Israel por crímenes de guerra, Eichmann afirmaba tranquilamente que él sólo había sido un funcionario eficiente que cumplía ordenes superiores, que no tenía por qué discutir pues su conducta siempre se había sujetado a la ley general del estado; agregó que, al adoptar medios industriales de muerte y organización empresarial, no lo había guiado el odio sino la necesidad de eficiencia para evitar, con la rapidez de la ejecución, sufrimientos a los que estaban condenados dentro de un plan concebido más allá de toda posibilidad de oposición. Por ello, cubriendo las incidencias de este proceso para el New Yorker, Anna Harendt inventó el concepto de “banalidad del mal”.
La falta de toda reacción moral se presenta no a pesar de haber participado tan concienzudamente sino precisamente por haberlo hecho así; eso es válido para todos los esbirros de las multifacéticas tiranías, y especialmente en el caso colombiano, que tal como nos lo presentan los autores del exterminio, si la participación obedeció a una convicción ideológica es por lo tanto, para ellos, moral. Basta leer todas las confesiones de autores de las peores masacres que ahora están de moda. El ser es mediatizado por un sistema que se hace cargo del superyo (ver Freud, Psicología de las masas y análisis del yo) y por consiguiente de los fines, de los resultados, y también, llegado el caso, del crimen como producto industrializado. Las metas no son propias sino de la “empresa”, en nuestra caso la empresa paramilitar y/o guerrillera; eso permite la escisión del yo, sin conflicto, de esos “buenos ciudadanos”, lo afirman sin la menor autoironía, que son los verdugos, por lo general. Las monstruosidades que así se generan no son comprensibles bajo la óptica de una psicología individual; el concepto de psicopatía no da cuenta de ellas porque se presentan en bloques, como conjuntos de actividades mediatizadas, vale decir neutralizadas moralmente.
Podeos decir que a un pueblo ignorante y hundido hasta el cuello en la violencia, que le inventaron para mejor dominarlo, y a las dirigencias que lo metieron en eso les pasó lo que se dice en la primera línea de La Vorágine que le pasó a Arturo Cova: “jugué mi corazón al azar y se lo ganó la violencia”. ¡Y de qué manera!, los grupos privados armados de la secular guerra contra los campesinos han terminado convirtiéndose en ejército paramilitar, en otra empresa de guerra, con sus propias leyes o falta de leyes, con sus trabajadores armados asalariados, sembrando la destrucción, la orfandad, la miseria, el desplazamiento de la población campesina, sin remordimientos, sin culpa, conservando sus buenos sentimientos familiares.
Estos son los acontecimientos que los procesos actuales de recuperación de la violencia por el poder político autoritario quieren sumergir en el olvido con el pretexto del perdón para la paz y que el libro que comentamos nos pide reelaborar, o, para decirlo en términos freudianos, perelaborar, vale decir trabajar desde todas las tópicas y dinámicas que pone en juego la mente.
Quiero para terminar parafrasear el comienzo del prefacio escrito por Serge Halimi al libro Ah Dieu! Que la guerre économique est jolie! De Philippe Labarde y Bernard Maris(Albin Michel Paris 1998): Seguimos en la guerra. El lenguaje ha cambiado, la connivencia y el abatimiento han reemplazado a veces el enfrentamiento y la cólera. Pero sigue siendo la guerra. Los sedicentes combatientes continúan sus desmovilizaciones, han abandonado sus uniformes. Pero sigue la guerra. Económica, política, ideológica, cultural, afectiva: Se le ha encontrado nuevos nombres: desmovilización, reinserción, están en todos los labios, Eduardo Botero y Bibiana Sierra nos piden con su trabajo que no lo olvidemos.