DIOS, UNA BIOGRAFÍA

DIOS, UNA BIOGRAFIA

Anthony Sampson*

Debo hacer una advertencia desde el principio para no desilusionarles luego: no soy filósofo, no soy teólogo, no soy historiador de la Biblia, no soy versado ni en lenguas antiguas ni en lenguas del próximo oriente. En otros términos, no soy un experto en la materia de la que les hablaré. Sólo presumo de lector y, por eso, lo que tendré que contarles es una experiencia de lectura y las reflexiones que ella me ha suscitado. Claro está, esa lectura supone otras previas, en especial una que me ha sido particularmente decisiva desde muchos puntos de vista: la de la Biblia.

Pero el evento que me ha obligado a las reflexiones que quiero compartir fue efectivamente la lectura del libro de Jack Miles, Dios. Una Biografía [1]. Miles es un ex jesuita, cursó estudios de teología en el Colegio Pontificio Gregoriano de Roma y en la Universidad Hebrea de Jerusalén, y es doctor en Lenguas del Próximo Oriente por la Universidad de Harvard. Entonces quiero dar cuenta, de manera sucinta, de mi lectura de un largo libro – de casi 500 páginas, basado a su vez en un libro de al menos el doble: el Antiguo Testamento –  y de lo que atisbo entre las líneas del texto de Miles.     

Uno de los rasgos más característicos de la mentalidad occidental ha sido, hasta hace relativamente poco, la creencia generalizada en la existencia de un Dios único, creador del universo e íntimamente interesado y afectado por la vida de cada una de sus criaturas. Es cierto que, al menos desde la época de la Ilustración, tal creencia ha sido impugnada por escépticos, agnósticos y ateos de diverso grado de beligerancia. Igualmente, cierto es que el Dios de los filosófos, e incluso de muchos teólogos, se distinguía – por su elevada y fría abstracción conceptual – de las representaciones populares que hacían de Dios un intervencionista todopoderoso que alternaba entre la benevolencia y la venganza, entre la bendición y la maldición, entre el milagro y el cataclismo provocado. Por el momento, dejaremos de lado la complejidad de esta figura y los repertorios de rasgos, actitudes, funciones y deseos que las diversas representaciones – cultas y populares – le atribuían.

Pues mi interés primero consiste simplemente en hacer constar el hecho, firme e incontrovertible, de la extraordinaria fuerza que la representación de una divinidad absolutamente única ha tenido sobre la vida psicológica – intelectual, emocional, moral, y creativa – del hombre occidental. Es imposible exagerar la importancia de esta idea de un Dios único a quien el hombre mortal puede ofender o, al contrario, proporcionar regocijo. Cada individuo humano entra en una relación personal con él en la que toda la gama de los sentimientos posibles está permanentemente en juego: amor / odio, cólera / benevolencia, esperanza / resignación, celos / confianza, etc., etc.

Por lo demás, es un Dios con quien, desde antes de nacer, un compromiso existe, una deuda ha sido contraída. Porque él constituye, quiérase o no, la infranqueable línea de nuestro horizonte mental: él representa un ineludible ideal de perfección que cada ser se siente compelido a imitar. Está claro que el hombre nunca lo podrá igualar en esta vida, pero toda su conducta debe regirse por el afán de emularlo.

Salta a la vista la enormidad de esta pretensión, de esta exigencia… así como su insensatez. Nadie, sin embargo, desde que pertenezca a la cultura occidental, puede considerarse eximido de las responsabilidades y de las obligaciones que la mera noción de un Dios de esta índole impone. No en todos los casos, es verdad, será este compromiso ineludible llevado a los niveles de drama y de patetismo que adquirirá en espíritus sensibles como los de ciertos santos y místicos, o de filósofos como Nietzsche y de Kierkegaard – para no mencionar sino a dos de los pensadores más directamente responsables de la modernidad nuestra. No obstante, incluso aquel que pretenda de manera radical – en el sentido etimológico de la palabra – declarar nulo e inexistente todo lazo con la divinidad se halla – justamente por la estructuración mental típica del mundo occidental – obligado a efectuar tal declaración de nulidad y de inexistencia. Es decir, su ateismo nunca puede no ser más que una abjuración, una apostasía.

Sin embargo, lo que quiero dejar claramente sentado es que precisamente no todo ser humano se encuentra compelido, de esta manera, a explicárselas con Dios. Este es un requerimiento exclusivo del mundo occidental (en el cual incluyo por obvias razones históricas y religiosas al Islam, otra de las religiones del Libro). Y, por eso mismo, es uno de los obstáculos mayores para poder penetrar en mentalidades ajenas a esta milenaria tradición nuestra. En otras palabras, el hombre occidental contemporáneo, por más que no crea en Dios, sabe de quién se trata. O, como lo dice Jack Miles, Dios «es, bienvenido o no, un miembro virtual de la familia occidental» [2].

Ahora bien, Miles no hace una lectura de la Biblia como la que hace un historiador como Jean Bottéro [3] en su magistral libro La Naissance de Dieu. Bottéro se propuso exponer los resultados de siglos de erudito análisis textual (que comienzan con el Tratado Teológico-político de Spinoza) para mostrar al lector común las estratificaciones del texto bíblico, sus fechas aproximadas de composición, las redacciones de autoría diversa que se combinan en un orden no cronológico y a menudo aleatorio. En resumen, Bottéro escribe para sensibilizar al lector a la polifonía de voces que se disimulan en un texto que se presenta a la imaginación incauta como un escrito de un único autor. Igualmente, Bottéro como historiador y filólogo – él regenta la cátedra de asiriología en la Sección de Filología y de Historia de la Escuela Práctica de Altos Estudios en París – está muy interesado en mostrar cómo el Dios único del Antiguo Testamento es una construcción sincrética que va progresivamente incorporando toda una serie de deidades tribales y nacionales, dejando de ser un dios venerado colectivamente en festividades y solemnidades reglamentadas, para llegar a ser un dios interiorizado a quién el creyente se dirige en silencio con un rezo inaudible para sus más inmediatos congéneres. Miles, por su formación, no ignora nada de todo esto y, oportuna pero parcamente, informa a su lector de lo esencial de este saber acumulado.

Pero esa no es la lectura de la Biblia que Miles quiere hacer, aunque es obvio que ésa también la ha hecho, sino que pretende leerla como crítico literario. Repito: esto no implica, de ninguna manera, que ignore la investigación histórica y filológica – sus estudios en la Universidad Hebrea de Jerusalén y su doctorado de Harvard en lenguas del próximo oriente le confieren toda la necesaria erudición para manejar con solvencia lo que los historiadores han aportado respecto a la composición de la Biblia, la antigüedad respectiva de sus distintos libros, las tradiciones que incorporan, las distintas escuelas de escribas y copistas, el ordenamiento interno de los relatos, la articulación y sucesión de los fragmentos y libros que a veces corresponden a cierto diseño narrativo pero otras meramente al azar. Miles conoce todo esto y, de cuando en cuando, le deja ver al lector que el texto que lee está apoyado en una sólida formación académica. Esto se ve especialmente en su comentario a un pasaje de importancia crucial en el libro de Job, del cual hablaré más adelante.

Entonces, Miles no tiene el propósito de escribir otra obra más de divulgación de los estudios de historiografía biblíca – que hoy en día son, en efecto, de una pasmosa erudición. Miles elige leer el Antiguo Testamento en un solo recorrido, como quien lee Los Hermanos Karamazov  o La Guerra y la Paz. Lo lee como una excelsa e inigualable obra literaria, cuyos capítulos son constituidos por los libros canónicos y su pretensión es la de hacer una crítica literaria en el sentido más tradicional – e incluso ingenuo – del término. Pues se abstiene de emplear los refinados instrumentos teóricos que los críticos – y sobre todo los semióticos – han forjado.

Su análisis se centra en un único personaje – «el personaje literario más célebre de occidente» – cuyo desarrollo y transformaciones Miles sigue con la finalidad de construir su biografía. El partido que toma es el de que el Antiguo Testamento es el libro de Dios. No en el sentido tradicional de que la Biblia es la palabra de Dios, dictada por él a amanuenses especialmente elegidos, sino en el sentido de que es el libro que habla  de Dios: Dios es su personaje central, su protagonista. A partir de allí, lo que Miles quiere demostrar es que si se puede leer tal libro como crítico literario es porque se trata de un libro en la que una  historia es narrada, es decir que hay un claro recorrido narrativo que opera transformaciones sucesivas en su personaje central. Miles piensa que es un error considerar al hombre, a los hombres, o a los pueblos que aparecen en las páginas de la Biblia, como los protagonistas, los actores principales. El hombre ocupa un lugar secundario, necesariamente subalterno con respecto al todopoderoso quien es el sujeto central de la Biblia, libro que narra su  historia.

Esta es claramente una posición heterodoxa. Pues, el dogma declara la inmutabilidad de la Divinidad. Supuestamente Dios, el Eterno, es siempre el mismo, incambiante. Pero Miles demuestra, de una manera palmaria, que tal dogma no se sostiene después de una lectura atenta del Antiguo Testamento, y que, en efecto, Dios tiene una biografía.

Por otro lado, el autor pone el problema de la fe entre paréntesis. El no discute de ninguna manera la existencia o inexistencia de Dios. Ese problema metafísico y teológico no viene al caso. Por eso, ni pone en duda la realidad de Dios, ni tampoco la postula. Desde ese punto de vista, Miles es muy cauteloso y respetuoso con respecto a las convicciones de sus lectores. Su objetivo no es el de chocar ni el de escandalizar. Opta por leer consecuentemente el conjunto del Antiguo Testamento como una obra literaria, una gran obra literaria, una obra de arte del más alto nivel; pero una obra profundamente conmovedora, poderosa, compleja e irremediablemente ambigua. Es de este modo como Miles lee el Antiguo Testamento y centra su mirada en su personaje principal.

No emplea, como ya lo dije, las sutilezas del análisis semiótico. Por ejemplo, no distingue entre «actores» y papeles «actanciales», como lo harían los rigurosos alumnos de Greimas. El toma su protagonista tal cual, tal como se manifiesta de manera directa en sus relaciones con su antagonista, su otro necesario para que haya historia, el «tú» a quien se dirige: el hombre, ante el cual se manifiesta, se descubre, se revela en muy diversas posturas. Pues, él es sucesivamente: el Creador (Génesis 1 -3), el Destructor (Génesis 12 – 25:11), el Amigo de la Familia (Génesis 25:12 – 50:18), el Liberador (Exodo 1:1 – 15:21), el Legislador (Exodo 15:22 – 40:38), el Señor Feudal (Levítico, Números, Deuteronomio), el Conquistador (Josué, Jueces), el Padre (Samuel I y II), el Arbitro (Reyes I y II), el Verdugo (Isaías 1 – 39), el Santo (Isaías 40 – 66), la Esposa (Ageo, Zacarías, Malaquías), el Consejero (Salmos), el Garante (Proverbios), el Demonio o el Maligno (Job), el Durmiente (Cantar de los Cantares), el Espectador (Rut), el Recluso (Lamentaciones), el Enigma (Eclesiastés), la Ausencia (Ester), el Anciano de Días (Daniel), el Libro o Rollo (Esdras y Nehemías) y el Canon – o Ronda – Perpétuo (Crónicas I y II). La sucesión de estas figuras, en su ordenamiento temporal, corresponde estrictamente a la secuencia de los relatos en que aparecen.

Pero este orden obedece a una toma de partido de gran importancia y que constituye quizá el aspecto más novedoso – para la mayoría de los lectores – de este libro. Pues, Miles no lee el Antiguo Testamento en su versión más difundida: la cristiana. Opta por leerlo según el ordenamiento de los libros bíblicos que establece la tradición judía. Si bien tanto cristianos como judíos poseen en común el libro sagrado del Antiguo Testamento, la diferencia crucial estriba en el hecho de que las dos tradiciones disponen los mismos libros en un orden diferente. Así, toda la historia cambia sustancialmente de una versión a otra. En otros términos, la fábula es la misma, pero la trama es otra.

Son distintos factores los que dan cuenta de la disparidad en el ordenamiento. La Biblia, para llamarla así sólo por el momento, de los Judíos es igual a la de los Protestantes – contiene los mismos libros – pero en diverso orden. La Biblia de los Católicos agrega otros libros más, que tanto Protestantes como judíos consideran apócrifos [4]. Pero, salvo esta diferencia, el Antiguo Testamento cristiano, el de los protestantes así como el de los católicos, posee exactamentemente el mismo orden. Las tres versiones (judía, católica y protestante) comienzan con el Pentatéuco, o los cinco libros de «Moisés» (Génesis, Exodo, Levítico, Números, Deuteronomio), luego los libros históricos (Josué, Jueces, Rut, Samuel, Reyes), pero después sus respectivos órdenes divergen.

El Antiguo Testamento cristiano continúa con otros libros históricos (Crónicas o Paralipómenos, etc.), luego reúne los libros a veces llamados poéticos o sapienciales (Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares, etc.), y – para terminar – agrega los Profetas Mayores seguidos por los Profetas Menores. Este ordenamiento hace más fácil la transición al Nuevo Testamento, pues la profecía puede leerse como el anuncio de la historia de Jesús que se narra en los cuatro evangelios con que inicia el suplemento cristiano. Y, en efecto, esa es la lectura cristiana: una nueva revelación tiene lugar en la narración de los hechos de la vida de Jesús. El Nuevo Testamento abunda en referencias al Antiguo, y todas se interpretan como predicciones de lo que será cumplido en el nacimiento y la vida del Nazareno, y de esta manera se pretende demostrar que Jesús es efectivamente el Mesías de la promesa.

Sin embargo, este ordenamiento cristiano de los libros veterotestamentarios no debe atribuirse sólo a una finalidad tendenciosa y proselitista. Pues, al menos según una tradición aún no plenamente refutada, las dos versiones – la judía y la cristiana – provienen de cánones diferentes: el Antiguo Testamento Cristiano del canon alejandrino y la Biblia Judía del canon palestino.  Sea como sea, la tradición judía, a la que naturalmente poco le interesa la transición a la vida de Jesús, coloca a los Profetas después de los libros históricos. De este modo, quedan insertos en su contexto y relacionados con los acontecimientos de los que hablan. Luego vienen todos los demás escritos, los poéticos y los libros históricos que corresponden a una época posterior. Esta colección hebrea es dividida habitualmente en tres partes: Torá (el Pentatéuco),  Nebi’im (Profetas), y Ketubim (Escritos). Las letras iniciales de sus nombres hebreos componen el acróstico «Tanakh», que es el término con el cual muchos judíos contemporáneos prefieren designar su Biblia y que es el término que, de ahora en adelante, emplearé.

Miles, pues, elige[5] leer la Tanakh, libro tras libro[6], describiendo a Dios tal como es presentado en cada texto sucesivo. Esta lectura traza un retrato de Dios que, por decir lo menos, resulta sorprendente.

Como todo lector lo sabe, la Tanakh comienza con la creación del mundo. Dios hace su primera aparición, después de los dos breves y célebres versículos: «Al principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la haz del abismo, pero el espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas»[7], para tomar la palabra, hablando a sí mismo (¿en alta voz, o es un monólogo interior?): «Dijo Dios: ‘Haya luz’; y hubo luz», y a lo largo del resto del libro será un constante interlocutor – de una manera u otra – de su antagonista, el hombre. Pero, al final, la Tanakh termina en el más profundo silencio de Dios, pues, luego de su respuesta a Job (Job 41), Dios nunca más vuelve a hablar. Es decir, en los restantes nueve libros de la Tanakh nunca oimos su voz de nuevo. Este es uno de los hechos más asombrosos que esta lectura de Miles hace notorio. Este silencio divino necesariamente nos tiene que intrigar e inquietar y dentro de poco tendremos que dedicarle nuestra debida atención.

Pero, por el momento, anotemos algo que a menudo también pasa desapercibido en esta primera historia de la Tanakh, la de la Creación. Pues la misma idea de creación es una concepción absolutamente específica de la tradición hebrea. Los griegos, fuente primigenia de la cultura occidental, nunca tuvieron una idea parecida, jamás se les habría ocurrido. Para ellos, aquello que nosotros contemporáneamente denominamos el «universo» existía desde siempre. El cosmos se formó ciertamente a partir del caos originario. Pero el Ser existía siempre ya y desde toda la eternidad y por eso todos los dioses griegos tenían una genealogía, un linaje y una descendencia.

En cambio, el Dios hebreo no sólo es el que hace que el Ser venga del No-Ser, de la Nada, sino que además carece de todo linaje y de toda forma de compañía; no tiene vida social, ni privada; no le conocemos esposa, ni rival, ni nexo familiar alguno. Es el Uno absoluto, un Otro sin Otro, que habla en el «nos» majestuoso sin interlocutor alguno. Entonces, si no hay más dioses, el único interlocutor que podrá tener será forzosamente el hombre. Su única manera de interesarse en sí mismo será a través de la humanidad, hechura a semejanza suya.

Así, para que haya historia, relato, es preciso que frente a este sujeto que habla de sí como «nos», se sitúe un «otro», un interlocutor, un «tú» sin el cual no hay «yo» posible. En términos semióticos, para que Dios sea sujeto se requiere imperiosamente de un «anti-sujeto». O, en términos de Miles, el «protagonista» tiene necesidad de un «antagonista». Ese otro aparecerá en el sexto día de la Creación. Pues, con la aparición de Adán, Dios se confiere el «tú» que hará de Él un «yo». Pero, a su vez, ese «tú» (Adán) será otro sujeto capaz de ocupar el lugar del «yo» divino – notablemente en su primero acto de habla: la nominación de todos los animales que Dios hace desfilar ante él. Y, soberanamente, en la nominación de la compañera que Dios le otorga para mitigar su soledad: «Eva», porque ella es «hueso de sus huesos y carne de su carne». Es curioso, por lo demás, que, aunque Dios les ha dado de entrada a todos los animales su pareja, extrañamente sólo caiga en cuenta con tardanza de que «no es bueno que el hombre esté solo». Pero, como veremos, esta incidencia de la dimensión retrospectiva será una característica permanente de las relaciones de Dios con el hombre.

Miles concibe todo el texto de la Biblia, de allí en adelante, como el largo viaje de autoconocimiento y de autoconstitución recíprocas entre Dios y el hombre. Poco a poco el Uno (Dios) va conociéndose, explorándose, comprendiéndose en el reflejo de su alter-ego (el hombre). La relación polémica de constitución recíproca entre Dios y el hombre es el proceso en el cual tanto el bien como el mal – que se descubre poco a poco habitan en ambos por igual – irán emergiendo, precisándose y conociéndose en toda su magnitud y variedad. Pues la Tanakh es ciertamente una exploración, entre las líneas de las historias narradas, de la naturaleza misma del bien y del mal. Plantea, como lo dice George Steiner, problemas teológicos y éticos con «una profundidad y densidad imaginativas nunca superadas» [8].

Desde este punto de vista, sin duda la historia que transcurre en el Jardín del Edén – el del pecado original y de la falta que serán transmitidos desde Adán en adelante – constituye el paradigma de todas las relaciones equívocas y tanteantes entre Dios y el hombre. Porque las reglas que rigen la interrelación nunca son definidas claramente de antemano; no se sabe jamás exactamente en qué consisten. En el principio, claro está, Dios enuncia la prohibición de comer del árbol del bien y del mal, y de este modo constituye un objeto de valor, en el lenguaje de los semióticos, del cual el hombre se halla «disyunto». Se podría colegir, pero a posteriori, que es para que el hombre siguiera siendo como cualquier otro animal y no tuviera que vérselas con el dilema del bien y del mal, o, en otros términos, que no fuera como Dios, que no tuviera la misma competencia cognitiva y modal que Dios. No obstante, si el hombre ha sido hecho expresamente a imagen y semejanza suya, para asemejarse a Dios, él fatalmente tendrá que descubrir la diferencia entre el bien y el mal. Ningún otro sentido podría tener plantar un árbol de fruto prohibido sino el de suscitar la tentación. Pues la interdicción posee la fatal propiedad de conferir una existencia máxima a aquello que pretende excluir del juego. Su irremediable debilidad consiste justamente en postular aquello que no debe existir.

Por otro lado, si el saber del bien y del mal es privativo de Dios, entonces él obviamente sí sabe en qué consiste la diferencia. Y si sabe qué es el mal, es porque puede vislumbrar por anticipado en qué podría consistir. Es decir que él, como fuente de todas las cosas, podría eventualmente ser tomado como causa del mal. Así desde los primeros versículos de la Tanakh surge el inmenso problema ético-teológico de la existencia del mal y de sus relaciones con Dios.

Entonces, para que haya historia, es necesario que el hombre, al comienzo, sea inocente, sea ingenuo, y no sepa distinguir entre el bien y el mal. Ese saber de que carece es, como ya dije, el objeto de valor del cual se halla “disyunto”, y por eso mismo él está, al inicio del relato, situado por fuera del tiempo y más acá de la muerte.

Pero, en el Jardín del Edén – lo descubrimos luego – hay dos  árboles cuyos frutos pueden ser objeto de especial codicia: el del bien y del mal, y el de la inmortalidad. Dios, enigmática y seductoramente, nombra y prohibe al primero, pero calla la existencia del segundo… hasta que sea demasiado tarde para que el hombre coma de él[9]. En su absoluta inocencia, Adán no tiene por qué intuir qué beneficio o qué maleficio le puede reportar distinguir entre el bien y el mal, pues los dos le son absolutamente desconocidos y, por tanto, irreconocibles. El descubrimiento de la diferencia será el principio de su fin. Pues una vez que el hombre ha comido del árbol de la ciencia del bien y del mal, lo primero que discierne es precisamente aquello que lo va a distinguir, de allí en adelante, de todos los demás animales: su desnudez. Y descubirla es hacerse consciente de la sexualidad, del deseo y por ende de la mortalidad. Por eso mismo es expulsado del Jardín y se coloca un querubín con una espada flameante en la entrada para que no pueda volver y comer del árbol de la vida eterna (la inmortalidad).  Dios dice: «He ahí al hombre hecho como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal; que no vaya ahora a tender su mano al árbol de la vida, y comiendo de él, viva para siempre» (Génesis 3:22).

En el principio creíamos que Dios – hasta que creó el hombre y la mujer – estaba íngrimo, pero apenas creados ellos, se descubre con sorpresa que ya había allí otros seres creados con anterioridad: notablemente la Serpiente, de quien no se sabe si sea un agente secreto de Dios. Así se ve, una vez más, cómo Dios no otorga al hombre competencias cognitivas que le permitan tener claridad respecto a las reglas, y las instrucciones que Adán recibe tampoco dejan de ser ambiguas. En cierto sentido, Dios es incluso tentador, e incita al hombre a infringir la regla estipulada. Pues el hombre está confinado en un estrecho jardín – cuando ya se nos había dicho que afuera existía una vasta tierra que Dios expresamente ha mandado al hombre someter y dominar (Génesis 1:28) – y gobernado por la ignorancia en que está respecto a sus posibilidades y sus límites. ¿Qué sentido puede tener poner en ese lugar dos árboles, de uno de los cuales expresamente se le prohibe al hombre comer, y del otro ni siquiera se le ha hablado?

Miles muestra cómo Dios va contínuamente descubriendo a posteriori el propósito de sus propias palabras y actos. Pues hace pronunciamientos que sólo después adquieren sentido para él; va descubriendo lenta y retrospectivamente qué era lo que quería decir y cuál era su intención que él mismo ignoraba. Por eso, el tiempo verbal que domina a lo largo de todo el relato es el futuro anterior (o perfecto). Todo «habrá sido para esto o lo otro». Es una intencionalidad, pues, que se constituye retroactivamente. Por ello mismo es por lo que predomina permanentemente también la dimensión de la promesa: de lo que ha de ser, sin que se sepa de antemano ni cómo ni cuándo, ni mediante qué o quién.

En la lectura de Miles, se trata, nada menos, de la historia de un autor en busca de su propio personaje, de su propio ser. Es la constitución especular del Uno por medio del otro. En últimas, es un viaje al tenebroso fondo del corazón de ambos. Poco a poco, cada uno irá conociendo hasta dónde es capaz de ir, tanto en el bien como en el mal. Se irá devanando el hilo de la narración entre esos dos extremos, sucediendo así como suele acontecer con otras parejas de contrarios: la verdad y la mentira, la locura y la cordura, la salud y la enfermedad, la vida y la muerte. Los términos de estas dicotomías no pueden existir solos, por sí mismos, sino mediante la remisión a sus contrarios. No hay ninguna posibilidad de definir qué es el bien sin que se tenga que invocar el mal. Y si el bien, como tal, es indefinible e inefable y trasciende a toda figura limitada y particular de la bondad, igualmente el mal en sí es inaprehensible y sólo puede delimitarse de manera aproximativa en el espejo de su contrario: el bien.

La Tanakh, pues, narra un auténtico viaje de autoconocimiento, de exploración mutua de sí – de Dios y del hombre – en una relación de constitución recíproca. Lo que se va escudriñando, paso a paso, es la competencia de cada uno tanto para el bien como para el mal. Así, poco a poco, va emergiendo el carácter de un todopoderoso, no sólo irascible sino imprevisible, quien descubre, después del acto, qué era lo que se había propuesto y cómo esa acción ilumina su propio ser.

Por ejemplo, Dios al principio no sabe que desea – o que necesita – la reverencia de los hombres; no se le había ocurrido pedírsela a Adán. El tiene que descubrir que eso le resulta grato, que requiere la adoración de los hombres. Y ese descubrimiento va a constituir justamente la causa del primer acto de maldad innegable que ocurre cuando Caín mata a Abel. Pues no habían sido ordenados los sacrificios, no se sabía que formaban parte de los intereses de Dios. La sangre derramada y el humo de la carne chamuscada que Abel le ofrece, le resultan placenteros a Dios. En cambio, las ofrendas agrícolas de Caín le resultan desdeñables. La rivalidad entre los hermanos es directamente precipitada por este tratamiento desigual. ¿Qué podría motivar esta preferencia inexplicable? ¿Qué justifica la discriminación divina? Las primicias de la cosecha, a primera vista, constituyen un homenaje más benigno, menos violento que la sangre derramada de los primogénitos de los rebaños. Pero se presiente oscuramente en esta sangre animal derramada no sólo el drama del odio fratricida que culminará en el derramamiento de la sangre de Abel, sino toda la historia sangrienta de la humanidad de allí en adelante.

Pero de nuevo, a posteriori, el hombre descubre que el sacrificio de su hermano, a diferencia del de los animales, no agrada a Dios. Sin embargo, ese acto no estaba explícitamente prohibido de antemano. Y ciertamente se había descubierto que matar animales no sólo era permitido, sino que el humo de su carne en holocausto era placentero a Dios.

Así, desde muy temprano, aparece un hilo esencial en la narración: el del sacrificio, que alcanzará su máximo patetismo en la historia conmovedora e inexplicable de Abraham e Isaac narrada en Génesis 22. Se pregunta George Steiner: «¿…cómo puede la comprensión moral, de escala humana, sea la de Maimónides, la de Kant o la de Kierkegaard, por formidablemente penetrantes que sean, medírselas con la Aquedah, la historia del sacrificio de Isaac? Sólo un demonio maligno puede pedirle a un padre el sacrificio de su único hijo (dice Kant); sólo el Dios verdadero, omnipotente puede pedirle a un padre el sacrificio de su único hijo (responde Kierkegaard). ¿Cómo podría Abraham ‘perdonar’ a Dios el sufrimiento indecible que le es infligido durante los tres días del viaje al monte Moriah? ¿Cómo podía Isaac soportar a su padre después del sacrificio abortado? [10]«.

Otro ejemplo muy notable del descubrimiento que Dios hace paulatinamente de sí, es el encuentro con su propia capacidad destructiva ilimitada en el Diluvio, que es al mismo tiempo el prototipo de todos los genocidios – planetario en este caso –  y la destrucción de todos los sistemas ecológicos existentes. Y en este episodio se ve de nuevo cómo el hombre tiene que ir a tientas descubriendo cuál es la voluntad de Dios, sin que de antemano haya explicación alguna respecto a lo que está prohibido o permitido. Así Dios descubre, horrorizado, que lo que la humanidad está haciendo es inicuo y por ello decide destruirla toda. Sin embargo, no se dice realmente en qué consistía su maldad. Sólo se precisa que las hijas de Adán son tan bellas que hacen pecar a los hijos de Dios (quiénes son estos, no lo sabemos), y engendran con las mujeres «héroes famosos muy de antiguo» (Génesis 6:4).  Pero en ningún momento se había dicho que las mujeres no podían acoplarse con los hijos de Dios, ni que estuviera prohibido ser irresistiblemente bella.

En todo caso, es el diluvio – catástrofe desatada por la ira de Dios – el que permitirá ese paso decisivo en las relaciones entre Dios y el hombre que consiste en el Bérit  o Alianza. Mediante este Pacto, el Omnipotente, el Todopoderoso fija un límite a su poder absoluto.  Arrepentido de su furia vengadora, jura a la humanidad – personificada por Noé – jamás volver a destruir su propia progenie.

Este Pacto, el Bérit, se renueva luego con Abraham. Arrancado de su suelo natal y de su cultura de origen, Abraham es elegido como el patriarca fundador de una estirpe de nómadas. El se convierte en el interlocutor privilegiado de Dios, y mediante el cumplimiento de la promesa – diferido casi hasta lo intolerable – ese interlocutor se convertirá en toda una familia: todos los descendientes de Abraham, Isaac, Jacob, sus doce hijos y a través de ellos las doce tribus que finalmente se vuelven una nación entera. Se pasa así de un individuo a una familia y de esta a una nación. El elegido se vuelve múltiple, sujeto colectivo que incurre, de este modo, en una deuda que es compartida por viejos, jóvenes, y los que aún están por nacer – por más que el Bérit  no haya sido suscrito consciente y voluntariamente. Pues se renueva automáticamente: la deuda es heredada, transmitida de generación en generación. Claro está, la deuda también tiene otra cara que es el privilegio, también transmitido automáticamente por descendencia paterna.

Comentando esta singular invención teológico-política del bérit, escribe Moustapha Safouan:   “…Israel no encontró su Dios, por decirlo así, ready made  para depositar su fe en él, sino que es Dios quien encontró a Israel y depositó su fe en él: un Dios «celoso»; rasgo cuyo sentido es desfigurado al asemejarlo con la obligación de lealtad que un señor feudal impone a sus vasallos. Consideremos más bien la ‘relación’ de matrimonio que proporciona a Isaías la metáfora que él utiliza frecuentemente, hasta el punto de que …. no [se] excluye que sea quizá ella la que le sugirió la noción de bérit como equivalente. Lo mínimo que se puede decir a este respecto es que el juramento[11] de fidelidad que se pronuncia con motivo del matrimonio no es un acto recíproco, en el sentido de ser condicionado por la fidelidad del Otro. No se trata del precio por pagar para obtener su fidelidad a cambio, sino de comprometer el deseo: lo cual vuelve el asunto, quiero decir la relación entre los miembros de la pareja, tan poco manejable, si no precario. Para suplir a lo que puede resultar deficiente por ese lado, se invoca al cielo, o bien en calidad de testigo, o bien en calidad de tercero que les insta a ‘comprometerse’. Así sucede con el bérit. No es un vínculo (Bund o Alliance ), en el sentido de un puente tendido entre dos seres previamente constituídos. […]Al presentarse así, Dios crea su pueblo y, me atrevo a decirlo, se crea » [12].

Por obvias razones de tiempo, no voy a poder seguir paso a paso esta historia de mutua exploración y constitución recíproca de Dios y del hombre. Ni siquiera podré examinar algunos de sus episodios más extraordinariamente inquietantes que han desafiado a siglos de exégesis. En palabras de George Steiner: «Intérpretes, alegoristas, exegetas religioso-morales han meditado en la historia de la Torre de Babel. […] ¿Cuál es, precisamente, la naturaleza de la transgresión cometida por la edificación de la Torre? ¿De qué modo el monolingüismo comporta alguna ofensa o amenaza a Yavé ? (el sentido común sugiere lo contrario). ¿Y por qué la condición políglota, a la que la experiencia histórica e intelectual humana debe su riqueza, tiene que ser considerada como un castigo? ¿Qué ambigüedades o misterios en la intención de Dios respecto a la humanidad subyacen al destino escandaloso de Esaú y a las fecundas astucias y bellaquerías – dignas de un Odiseo – de Jacob. […] la Torah contiene algunos de los episodios más primitivamente antropomórficos de toda la literatura sagrada. Aquel, por ejemplo, del intento de homicidio de Yavé contra Moisés en Exodo 4:24 [«Por el camino, en un lugar donde pasaba la noche, salióle Yavé al encuentro, y quería matarle»] (los angustiados exegetas insinúan algunos oscuras indicaciones respecto a los orígenes de la circuncisión), o aquel, impenetrable en sus resonancias arcaicas, del permiso de Dios a Moisés de contemplar lo que los traductores del rey Jacobo vierten como sus ‘partes traseras’ en Exodo 33:21-3″ [13]. Ni tampoco habrá tiempo para considerar la ocasión desconcertante cuando Dios convida a comer y beber con él a Moisés, Arón, Nadab, Abiú y setenta de los ancianos de Israel: «Subió Moisés con Arón, Nadab y Abiú y setenta ancianos de Israel, y vieron al Dios de Israel. Bajo sus pies había como un pavimento de baldosas de zafiro, brillantes como el mismo cielo. No extendió su mano contra los elegidos de Israel; le vieron, y comieron y bebieron», Exodo 24:9-11.

Miles, por supuesto, tiene todo el tiempo – el tiempo que su lector quiera bien dedicarle y del que yo no puedo disponer – de seguir fielmente el orden de la Tanakh.

Pero sin lugar a dudas, en esa lectura se retrata un personaje cuyo desarrollo lo lleva, desde el «Nos» majestuoso creacionista, al diálogo con Adán, a la interlocución privilegiada con Abrahán, luego con una familia, luego con una nación y eventualmente – la política internacional mediante – con toda la humanidad… hasta un mutismo final. Es decir, Dios ocupará sucesivamente los lugares de «yo» y de «tú» en el diálogo con el hombre para encogerse – o más bien amplificarse – al final en el «Él», ocupando el lugar de la tercera persona, que es por definición el del ausente, del silencioso, del referente último de quien sólo se puede hablar, pero quien a su vez no puede terciar en el diálogo[14].

Así la Tanakh termina con los libros sapienciales e históricos tardíos: Cantar de Cantares, Rut, Lamentaciones, Eclesiastés, Ester, Daniel, Esdras y Crónicas I y II. En ellos, claro está, Dios no dejará de estar presente, pero lo estará sólo bajo la forma de un tercero de quien se habla. Pero ya nunca tomará de nuevo la palabra para decir expresamente cuál es su voluntad y su pensar, como otrora lo hiciera mediante sus profetas. Y, al final, Esdras, es el testimonio de la conversión de Dios, de un personaje, en artículos de la Ley, mediante la codificación hecha por los sacerdotes y levitas.

Ahora bien, el libro de Esdras se escribe al regreso del pueblo judío de Babilonia autorizado por Ciro. El cautiverio en Babilonia había durado generaciones y llevó a un olvido del pacto, del bérit, al igual que durante la permanencia en Egipto. En ambos casos, es su severo monoteísmo lo que les permitirá a los judíos auto-definirse y distinguirse de los demás pueblos.

Entonces, la Tanakh es también la historia de la difícil constitución de este monoteísmo, como una religión que deja de ser la de un grupo pequeño. Así Dios, en el movimiento ineluctable del libro, se va volviendo cada vez más «popular», adquiriendo un grupo de seguidores cada vez más amplio. Hasta que se genera una creencia que exige que él sea lo que habrá sido: el Dios creador que se hace necesario postular. Es decir el Dios único es un ser muy posterior al Génesis, porque es el Dios necesario para fundamentar una religión de gran amplitud y ya no la de una sola familia.

Entonces el pequeño grupo familiar se vuelve una potencia política – un reino que compite con otros reinos – que perderá su poder por sus pecados, por sus infidelidades. Primero el reino se debilitará al dividirse en dos. El reino del norte, Israel, se enfrentará a los asirios y será destruido, siendo llevados los sobrevivientes como esclavos a Nínive. Luego ambos reinos serán devastados y sometidos a esclavitud por los babilonios.

Asi, al regreso de Babilonia el pueblo judío tiene que volverse literalmente a constituir, y es por eso por lo que se realiza la codificación que va a regir al pueblo. Esa codificación es mucho más que una especie de constitución, es de cierta manera la búsqueda difícil y dolorosa de recuperar o reconstruir una identidad nacional que ha sido seriamente lesionada por el destierro. De ahí la urgencia de legislar y reglamentar: es para discriminar, para diferenciar, para establecer un muro de leyes que separe a los judíos de los vecinos. El bérit se vuelve, así, la letra de una ley que obliga a un conformismo absoluto. No hay tiempo para elucubrar teorías y meditaciones teológicas, que son más bien escasas en la Tanakh. Primero – como siempre – se legisla y luego se cavila.

Esta codificación tardía coincide con lo que aparece en el Éxodo como la ley dictada a Moisés por Dios. Pues Éxodo fue escrito precisamente en tiempos de Esdras. George Steiner comenta esta meticulosa legislación en estos términos: «Para el lector no judío, para el judío moderno no practicante o sólo selectivamente, la minucia interminable de las ordenanzas vestimentarias, dietéticas, litúrgicas en Levítico y Deuteronomio raya en lo ilegible.[…] Sin embargo, son justamente estos largos y ferozmente puntillosos códigos de conducta, de sexualidad, de tenencia de la tierra, de rezo, los que han asegurado la milagrosa supervivencia del judío y del judaismo. Aun cuando la creencia teológica vacile o permanezca convencionalmente indistinta, la observancia de estas prácticas rituales, dietéticas y familiares, tan a menudo en medio de la burla, la peregrinación forzosa y la masacre, ha conservado y transmitido de generación perseguida en generación una identidad, un contrato con la supervivencia. Con una pasión loca, pero dignificadora de la vida, a los rabinos eruditos se les oía debatir, al borde de los hornos de gas y fosas crematorias, los múltiples significados – literales, alegóricos, topológicos – de los mandamientos sacrificiales respecto a ‘la redecilla del hígado’ en Éxodo 29:13 [15]«.

Pero antes de estos desastrosos reveses político-militares, en la mitad de este relato, cuando Dios ya se ha vuelto él de las multitudes y ha alcanzado una escala internacional y guía el destino de su pueblo en medio de las tormentas del expansionismo de los imperios vecinos, Dios  regresa a su papel de interlocutor personal de un solo hombre: Job. Por supuesto, Job debe tomarse también como mucho más que un solo individuo, pues Job es todo hombre y cualquier hombre. A través de él la humanidad entera habla.

El drama de Job es, sin duda, la historia culminante de la Biblia. En él la Tanakh alcanza la cima más alta de la literatura universal, pues es una obra que no tiene igual. Sobrepasa a todas las demás por la extrema densidad de su poesía arrolladora y por el descarnado tratamiento del problema teológico central: el del sufrimiento del justo. En otros términos, es el problema del mal en sí, del mal en estado puro, cuya existencia innegable impone una única pero imperativa pregunta a la divinidad: ¿por qué?  Un análisis de la estructura narrativa de este relato excedería de lejos el tiempo a nuestra disposición. Basta recordar que Job es el parangón del hombre justo, del inocente, del totalmente fiel a Dios. Dios es retado por Satán quien alega que Job sólo ama a Dios porque está en la opulencia, porque sus rebaños se multiplican, porque tiene muchos hijos sanos y fuertes. Dios acepta el reto y apuesta que aún en la adversidad Job le será un siervo fiel. Satán entonces obtiene mano libre para despojar a Job de todos sus rebaños, bueyes, camellos y ovejas. Sus hijos perecen todos en un cataclismo. Pero Job se limita a rasgar sus vestiduras, rasurar su cabeza y exclamar: «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo tornaré allá. Yavé lo dio, Yavé lo ha quitado. ¡Bendito sea el nombre de Yavé!» (Job 1:21). No se cumple lo que Satán ha apostado: que Job maldecirá a Dios en su rostro. Luego, Satán obtiene licencia de atacar al cuerpo de Job, y Job se cubre de una úlcera maligna desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza. Su mujer le insta a maldecir a Dios y morir – la eutanasia de la época. Pero Job sigue fiel. En seguida vienen tres ciclos de diálogo entre Job y tres supuestos amigos consoladores: Elifaz, Bildad y Sofar. Lo esencial de su «consolación» consiste en insistir que Job haría bien en admitir sus faltas y dejar de reclamar su inocencia. ¿Quién puede ser inocente? Cierto es que no se ve en qué puede ser Job culpable, pero… en algun lugar oculto debe estar la falta. Job, pues, se engaña a sí mismo. Job no es más que un hombre, por tanto no es posible que no sea culpable de algo. Y de hecho, los profetas han insistido en sus denuestos de que todas las pruebas que el pueblo de Israel ha padecido se deben tomar como expiaciones necesarias de una culpa en la que todo el pueblo ha incurrido por la falta de algunos. Pues la culpa se hace extensiva a toda la nación. Análogamente, Job, en una parte recóndita de sí, debe haber pecado, por más que no lo recuerde, y esa falta inconsciente se ha apoderado de todo su ser. Pero el autor del libro de Job, una figura anónima, pero poeta insigne y pensador de primera magnitud, se niega esa solución facilista. E insiste en el carácter excepcional de Job – lo que confiere precisamente su inigualable hondura metafísica y teológica a esta dramática historia. Pues Job es inocente y Dios voluntariamente acepta jugar el juego del Maligno y hace sufrir lo indecible a su fiel siervo. Así, al final Dios se ve obligado a intervenir y hablar para responder al grito lastimero y lacerante de Job: «¿por qué?». «Se han vuelto contra mí terrores; persiguen, como viento, mi dignidad, y como nube pasó mi ventura. Y ahora se derrama sobre mí mi alma, y me agarran días de aflicción; de noche mis huesos son taladrados y no descansan mis venas. Con gran fuerza agarra mi vestido, me ciñe como la orla de mi túnica. Me ha arrojado al fango, y he venido a ser como el polvo y la ceniza. ¡Clamo a ti, y tú no me respondes; permanezco en pie, y no me haces caso! Te has vuelto cruel para mí y con todo el vigor de tu mano me persigues; me lanzas en alto y me haces cabalgar sobre el viento, y una tormenta me deshace en agua. Bien sé que me llevas a la muerte, a la casa de reunión de todos los vivientes. Sin embargo, yo no alcé la mano contra el pobre cuando en su infortunio gritaba hacia mí. ¿No lloraba yo con el afligido? ¿No se llenaba mi alma de tristeza por el pobre? Y cuando esperaba el bien, sobrevino el mal; cuando esperaba la luz, vino la oscuridad. Mis entrañas se agitan sin descanso, han venido sobre mí días de aflicción. Ando en torno enlutado, sin consuelo, y me levanto en la asamblea para gritar. ¡He venido a ser hermano de los chacales y compañero de los avestruces! Mi piel se ha ennegrecido sobre mí, y mis huesos queman por la fiebre. Hase trocado en duelo mi cítara, y mi flauta en voz de plañideras. […] ¡Ahí va mi firma! ¡Respóndame el Todopoderoso!» (Job 30:15-31; 31:35).

Y Dios responde desde el torbellino: «¿Quién es este que empaña mi providencia con insensatos discursos? Cíñete, pues, como varón tus lomos. Voy a preguntarte para que me instruyas. ¿Donde estabas al fundar yo la tierra? Indícamelo, si tanto sabes» (Job 38:2-4). Y Dios ruge y truena explayando ante los ojos de Job todas las maravillas de la creación, su obra cotidiana de  ordenamiento de la naturaleza, el alba y las tinieblas de la noche, la lluvia, la nieve, el granizo, el hielo, la tempestad, la regularidad de las constelaciones, los animales salvajes, y el plan latente que rige sus caracteres, y finalmente los dos grandes monstruos de Behemoth y Leviatán: «He aquí ahora a Behemoth, al cual yo hice contigo; yerba come, como buey. He aquí ahora que su fuerza está en sus lomos, y su fortaleza en el ombligo de su vientre. Su cola mueve como un cedro, y los nervios de sus genitales son entretejidos. Sus huesos son fuertes como acero, y sus miembros como barras de hierro. […] ¿Sacarás tú al Leviatán con el anzuelo, y con la cuerda que le echares en su lengua? ¿Pondrás tu garfio en sus narices y horadarás con tu espina su quijada? ¿Por ventura multiplicará él ruegos para contigo? ¿Hablarte ha él a ti lisonjas? ¿Por ventura hará concierto contigo, para que lo tomes por siervo perpetuo? ¿Jugarás, por ventura, con él, como con pájaro? ¿Y atarlo has para tus niñas?» (Job 40:10-24 [16]).

Job está más muerto que vivo y en el dolor de su enfermedad pestilenta ha clamado pidiendole a Dios que responda a la pregunta moral que indaga por el porqué del sufrimiento injusto. Y he aquí que Dios contesta desde la estética y con una retórica inimitable apabulla a su interrogador, intimidándole con el despliegue de su poder infinito.

¿Qué le queda a Job? Veamos su primera respuesta: «He hablado a la ligera. ¿Qué te voy a responder? Pondré mano a mi boca. Una vez hablé: no responderé más; dos veces, y no añadiré [palabra]» (Job 40:4-5). Estas palabras son claramente ambiguas; Job no responde a la pregunta de Dios respecto a su poder, pues lo que Job había preguntado no tenía que ver con el poder sino con la justicia. Por eso responde que no volverá a preguntar, porque sabe que la única pregunta para la cual desea una respuesta no va a ser contestada por Dios. Pero Dios quiere más, quiere que Job retire su pregunta y se retracte definitivamente. Entonces Dios arremete de nuevo con una andanada retórica aún más imponente y Job dará su segunda y última respuesta.

Es en este punto donde Miles hace mayor uso de su erudición en hebreo y arameo y propone una nueva traducción de las últimas palabras de Job. Tradicionalmente se han traducido así: «Sé que lo puedes todo y que no hay nada que te cohiba. (¿Quién es este que empaña la Providencia sin saber?) Por eso proferí lo que no sabía, cosas admirables para mí, que no conocía. (Escucha, pues, y yo hablaré, yo te preguntaré y me adoctrinarás.) Sólo de oídas te conocía; mas ahora te han visto mis ojos. ¡Por eso me retracto y hago penitencia sobre polvo y ceniza!» (Job 42:1-6). Es desconcertante que Job cite textualmente dos veces palabras que Dios le ha dirigido, y parece innegable el carácter irónico, casi paródico de esta reproducción. Pero es el versículo final el que recibe especialmente la atención de Miles. No puedo entrar en todo el detalle de lo que le autoriza su nueva traducción, pues son tecnicismos que, por supuesto, son discutibles, pero plausibles y justificados por el hebreo. Pero, sobre todo, son autorizados por el retrato que se ha trazado a todo lo largo del libro del personaje de Job. Job se ha sostenido inquebrantablemente durante toda su adversidad y sufrimiento, ha soportado la requisitoria implacable de sus seudo amigos y las instigaciones de su mujer. Ha escuchado la voz de Dios que truena desde el torbellino, pero sabe que no se le ha dado la respuesta que busca. Su tosudez no tiene por qué doblegarse en su agonía final, pues no tiene ya nada que perder y él antes había proclamado: «Aunque Él me matara, no me dolería, con tal de defender ante Él mi conducta» (Job 13:15).

Entonces Miles traduce así, en lenguaje moderno: «Entonces Job respondió a Yavé: ‘Sé que lo puedes todo. Nada puede detenerte. Tú preguntas: ‘¿Quién es ese lioso ignorante?’ Bueno, dije más de lo que sabía, maravillas que me superaban. ‘Tú escucha que yo hablaré’, dices, ‘yo te preguntaré, y me adoctrinarás’. Sólo de oídas te conocía, pero ahora que te han visto mis ojos, tiemblo de lástima por el barro mortal»[17].

Job con esta respuesta hace callar a Dios, porque «después de Job, Dios conoce su ambigüedad como no la conocía antes. […] Con la ayuda de Job, su yo justo y amable ha vencido al cruel y caprichoso exactamente como ocurrió después del diluvio. Pero la victoria se ha cobrado un precio enorme» [18]. «Yavé bendijo las postrimerías de Job más que sus principios, y llegó a poseer Job catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil asnas. Tuvo catorce hijos y tres hijas. […] Vivió después de esto ciento cuarenta años, y vio a sus hijos y a los hijos de sus hijos hasta la cuarta generación, y murió Job anciano y colmado de días» (Job 42:12-17). Pero no le fueron restituidos su hijos primeros, sacrificados en nombre del orgullo divino en la insensata apuesta con el Maligno.  No hay sustitución posible de un ser querido.

Entonces, en la Tanakh después del intensamente dramático intercambio entre Job y su Creador, Dios ya no vuelve a hablar nunca más. Ha ido al fondo de sí mismo y descubierto, gracias a Job, su propia profunda ambigüedad. Después ya no le queda nada más que decir y se calla, quedando instituída – de allí en adelante, por obra de los escribas y levitas – su palabra como la letra de una ley muda e inmutable.

Llegamos así al final de nuestra lectura de una lectura. La Tanakh revela, en esta lectura, el lento descubrimiento de Dios de sí mismo; llega a sondear lo que encierra de potencialidad para el mal, lo que su poder ilimitado posee como propensión a un goce destructivo. Por eso Dios después del encuentro con Job se retira de los asuntos humanos, sumiéndose en un profundo silencio, delegando en los sacerdotes y levitas la reglamentación ritual de su voluntad.

Job, el hombre justo, se pregunta y pregunta a Dios: «¿por qué?».  La respuesta de Dios no puede dejar de estremecernos, pues es una respuesta «literalmente de una enormidad inhumana» [19]: «No te atrevas a preguntar, ¿quién eres tú para preguntar? No eres más que un gusano.» No puedo dejar de recordar lo que Primo Levi, el gran escritor judío-italiano, narra de sus experiencias en Auschwitz a donde había sido deportado para poder participar en lo que Hitler había denominado la «solución final». Encerrado en una barraca hacinada de judíos hambrientos y sedientos, Primo Levi ve por la ventana un tempanito de hielo colgando del alero. Como la cosa más natural del mundo, se le ocurre abrir la ventana, asir el témpano y chuparlo para aliviar su sed. Lo ve un guarda nazi quien se abalanza sobre Levi, le arrebata el hielo, lo arroja al piso y lo pisotea volviéndolo un pequeño charco de barro. En toda inocencia y balbuciendo el poco alemán que en ese entonces poseía, Levi clamó: «Warum? Warum?»,  «¿Por qué? ¿Por qué?» Y el guarda le ruge en el rostro: «Hier ist kein warum»,  «Aquí no hay ningún por qué».

Ahora pienso poder decir por qué Miles ha elegido leer la Tanakh, el Antiguo Testamento en el orden judío. Miles escribe a poco tiempo del fin de siglo, dos mil años después de Cristo. Este siglo final del milenio ha sido el más sombrío, sangriento, sádico y sórdido de todos. Nuestras comodidades – muy desigualmente distribuidas por lo demás -, que la tecnología ha hecho posible, no deben obnubilarnos respecto a la nulidad en el progreso moral de la humanidad occidental.

Y en especial hay algo que el hombre occidental parece no querer recordar ni examinar en absoluto, pero que ha pesado de una manera insidiosa y nefasta sobre estos dos mil años. Me refiero al hecho de que los judíos dijeron definitivamente «no» al kerygma, la buena nueva. Pero la Biblia cristiana es la misma Tanakh, sólo en distinto orden, como lo hemos visto. Y, el Nuevo Testamento es inconcebible sin el Antiguo: la Torá y los Profetas claramente anuncian el Mesías. Dios mismo es innegablemente una invención judía, así mismo todos los primeros cristianos, comenzando por Jesús mismo, fueron judíos.

¿Que hay en la Tanakh que puede arrojar luz sobre  el trágico destino del judío y, sobre todo, sobres «la solución final»: el programado exterminio de los judíos que llevó al paroxismo dos mil años de discriminación, de persecución, de pogromos, y de masacres. La historia de la Shoah – Primo Levi nos ha rogado que no lo sigamos llamando el Holocausto – es, sin lugar a dudas, el punto más extremo de la maldad humana, por la razón de que fue el acoplamiento de la maldad con la tecnología – derivada de la ciencia – más avanzada de la época.

Es decir, no fue simplemente el trabajo del laboratorio científico (como para la construcción de la bomba atómica) sino una organización de decenas, si no de centenares de miles de personas específicamente constituida para el rastreo, la identificación, el reconocimiento, la captura y la eliminación más expedita posible de la totalidad de los miembros de una entidad perfectamente ficticia – pero ficción «científica», es decir biológica – la «raza» judía.

Esta «solución final» no guarda medida común ni siquiera con la bomba atómica. Pues, al fin y al cabo, una bomba es un arma más empleable en la guerra contra un enemigo, o para poner fin a un conflicto, o como una amenaza letal, como durante la guerra fría, cuando ambos adversarios la tenían – así asegurando su no empleo, por elementales cálculos de pérdida y ganancia.

Recurro de nuevo a George Steiner: «No seremos capaces, no podremos seres capaces, de ello estoy persuadido, de ‘pensar la Shoah‘, aunque sea inadecuadamente, si divorciamos su génesis y su radical enormidad de sus orígenes teológicas. Más específicamente, no lograremos penetrar en la persistente psicosis de la cristiandad que consiste en el odio a los judíos (aún allí donde ya casi no quedan judíos) a menos de que lleguemos a discernir en esta patología dinámica las cicatrices no sanadas del «no» de los judíos al Mesías crucificado [20]

Y de nuevo cito a Steiner: «…la cristiandad misma está enferma en su corazón, quizá terminalmente, renquea debido a la paradoja de revelación y de doctrina que generaron no sólo la Shoah sino los milenios de violencia anti- judía, de humillación y de segregación que son su obvio telón de fondo [21]«.

Ciertamente, el libro de Miles no pretende responder a la pregunta «¿por qué Auschwitz?», pregunta que él no formula ni veladamente. A ese “¿por qué?”, por lo demás, no puede, ni debe haber respuesta. La historia, la política, la economía, la sociología, la psicología no explican nada. Las respuestas de estas disciplinas sólo nos llevan a lo que Hannah Arendt ha llamado “la banalidad de la mal” y a lo que Claude Lanzmann denuncia como «la obscenidad del comprender”. La destitución dentro del hombre de su propia humanidad – que fue la experiencia de los campos de exterminio tanto para  las víctimas como para los  victimarios – está indisociablemente ligada a lo más que humano que somete al hombre a una presión psíquica intolerable. El mérito del libro de Miles es el de  ayudar a pensar los orígenes teológicos del mal extremo, mostrándonos su lógica ineluctable en una narración.

APÉNDICE

Los Libros de la Tanakh

Torah: Los Cinco Libros de Moisés

Génesis
Exodo
Levítico
Números
Deuteronomio

Nebi’ im: Los Profetas:

Profetas anteriores:

Josué
Jueces
Samuel I & II
Reyes I & II

Profetas posteriores:

Isaías
Jeremías
Ezequiel
Oseas
Joel
Amós
Abdías
Jonás
Miqueas
Nahum
Habacuc
Sofonías
Ageo
Zacarías
Malaquías

Ketubim o «Escritos»:

Salmos
Proverbios
Job
Cantar de los Cantares
Rut
Lamentaciones
Eclesiastés
Ester
Daniel
Esdras
Nehemías
Crónicas I & II

Canon protestante

Pentateuco:

Génesis
Exodo
Levítico
Números
Deuteronomio

Libros históricos:

Josué
Jueces
Rut
Samuel I & II
Crónicas I & II
Esdras
Nehemías
Ester

Poesía y Literatura Sapiencial:

Job
Salmos
Proverbios
Eclesiastés
Cantar de los Cantares

Profetas:

Isaías
Jeremías
Lamentaciones
Ezequiel
Daniel
Oseas
Joel
Amos
Abdías
Jonás
Miqueas
Nahum
Habacuc
Sofonías
Ageo
Zacarías
Malaquías

Biblia Católica

Pentateuco:

Génesis
Exodo
Levítico
Números
Deuteronomio

Libros históricos:

Josué
Jueces
Rut
Samuel I & II
Reyes I & II
Crónicas o Paralilpómenos I & II
Esdras
Nehemías
Tobías
Judit
Ester
Macabeos I & II

Poesía y Literatura Sapiencial:

Job
Salmos
Proverbios
Eclesiastés
Cantar de los Cantares
Sabiduría
Eclesiástico

Profetas:

Isaías
Jeremías
Lamentaciones
Baruc
Ezequiel
Daniel
Oseas
Joel
Amós
Abdías
Jonás
Miqueas
Nahúm
Habacuc
Sofonías
Ageo
Zacarías
Malaquías

Tanakh y Antiguo Testamento Protestante poseen exactamente los mismos libros. La Biblia Católica incluye adicionalmente: Tobías, Judit, Macabeos I & II, Sabiduría, Eclesiástico, y Baruc. Todos los cánones excluyen: Oración de Azarías, Cántico de Tres Jóvenes, Susana, Bel y el Dragón.

Septuaginta – o versión de los Setenta

* Profesor, Instituto de Psicología, Universidad del Valle. Este texto fue publicado en: La filosofía en la ciudad, William González, Luis Humberto Hernández, eds., Cali, Universidad del Valle /Alcaldía de Santiago de Cali, 2000.

[1]  Jack Miles, Dios. Una Biografía, Barcelona, Planeta, 1996, trad. Dolors Udina; original en inglés, God. A Biography, New York, Alfred A. Knopf, 1995.

[2]  Op.cit., 15 [5], cito primero según la paginación en la edición española y entre corchetes pongo la página según la edición original.

[3]  Cf., La Naissance de Dieu, La Bible et l’historien, París, Gallimard, 1986.

[4]  Es bastante extraño, por no decir paradójico, que el Antiguo Testamento católico incorpore textos judíos históricos y sapienciales – que no aportan sustancialmente nada desde el punto de la prefiguración profética del mesías – que los mismos judíos no admiten en su canon.

[5]  Esta elección, plena de consecuencias, será sopesada en detalle más adelante.

[6] Cabe preguntar si los judíos mismos leen la Tanakh de este modo, es decir en un solo recorrido. Pues la Biblia judía se halla literalmente inserta en medio de extensos comentarios. Así, no se lee sólo, no se lee en un recorrido continuo y auto-suficiente: «… la Biblia hebrea nunca fue editada y leída como un libro suelto y absolutamente independiente, al modo como la edita y lee la crítica moderna. La Biblia hebrea nunca estuvo separada de otros textos copiados y leídos conjuntamente con el texto bíblico. Basta observar una edición rabínica de la Biblia para caer en la cuenta de que el judío no tiene ante sus ojos únicamente el texto bíblico; éste se halla impreso en el centro de la página, a la manera de una cita o texto de referencia, rodeado por otros textos impresos en columnas paralelas y en la parte superior e inferior de la misma página (las versiones arameas o targumim, textos talmúdicos y comentarios rabínicos). El judío lee la Biblia dentro del contexto de toda una tradición, que conforma el judaísmo; lee la Torah escrita a la luz de la Torah oral», Julio Trebolle Barrera, La Biblia Judía y la Biblia Cristiana, Madrid, Trotta, 1993, p. 15  .

[7]  Todas las citas de la Biblia en este escrito provienen de la traducción «Nácar – Colunga», acaso la más corriente aún hoy en día, publicada por la Biblioteca de Autores Cristinaos, Madrid, 1968.

[8]  George Steiner, «A Preface to the Hebrew Bible», en No Passion Spent, New Haven and London, Yale University Press, 1996, p. 65.

[9] Es preciso señalar que hay al menos cuatro, si no cinco relatos sobrepuestos los unos sobre los otros. Es decir El Génesis es una especie de palimpsesto. Hay una redacción que los críticos designan con la letra J, que es la del Yahwista, denominada así por su uso característico de Yahwé; hay una redacción E, la del Elhoista; hay la escritura también de D, el deuteronomista; y P, el escrito sacerdotal – probablemente hay tres «Pes». Finalmente algunos exegetas han agregado un redactor H. Cf., Gerhard von Rad, El Libro del Génesis, Salamanca, Sígueme, 1977; George Steiner, «A Preface to the Hebrew Bible», en No Passion Spent, New Haven and London, Yale University Press, 1996; Jean Bottéro, op.cit. Así se crea una verdadera polifonía, múltiples voces todas hablando supuestamente por una misma boca. Esto confiere una ambigua profundidad al personaje debido a las distintas perspectivas narrativas simultáneas en el texto.

[10]  George Steiner, op.cit., p. 66.

[11]  Conviene, en este contexto, recordar lo que Emile Benveniste nos dice sobre el jurar: «…yo juro  es una forma de valor singular, por cargar sobre quien se enuncia yo  la realidad del juramento. Esta enunciación es un cumplimiento: «jurar» consiste precisamente en la enunciación yo juro, que liga a Ego. La enuncación yo juro  es el acto mismo que me compromete, no la descripción del acto que cumplo. Diciendo prometo, garantizo, prometo y garantizo efectivamente. Las consecuencias (sociales, jurídicas, etc.) de mi juramento, de mi promesa, arrancan de la instancia de discurso que contiene juro, prometo. La enunciación se identifica con el acto mismo. Mas esta condición no es dada en el sentido del verbo; es la «subjetividad» del discurso la que la hace posible. Se verá la diferencia remplazando yo juro  por él jura. En tanto que yo juro  es un comprometerme, él jura  no es más que una descripción, en el mismo plano que él corre, él fuma. Se ve aquí, en condiciones propias a estas expresiones, que el mismo verbo, según sea asumido por un «sujeto» o puesto fuera de la «persona», adquiere valor diferente. Es una consecuencia de que la instancia de discurso que contiene el verbo plantee el acto al mismo tiempo que funda el sujeto. Así el acto es consumado por la instancia de enunciación de su «nombre» (que es «jurar»), a la vez que el sujeto es planteado por la instancia de enunciación de su indicador (que es «yo»)». «De la Subjetividad en la Lengua», en Problemas de Lingüística General I, México, Siglo XXI, 1971, p. 186.

[12]  Cf. Moustapha Safouan, La Parole ou la Mort, París, Seuil, 1993, p. 115-116. Yo subrayo.

[13]  George Steiner, op.cit., p.66-67.

[14]  Cf., Emile Benveniste, «La naturaleza de los pronombres», en Problemas de lingüística general I, op.cit., p. 172-178.

[15]  Op.cit., p. 68.

[16]  Aquí cito de la versión de Casiodoro de Reina (1569) conocido como la Biblia del Oso, Madrid, Alfaguara, 1987.

[17]  Miles, op.cit., p. 354.

[18]  Ibid., p. 357.

[19]  George Steiner, «Through that Glass Darkly», op.cit., p. 340.

[20]  Ibid., p. 336.

[21]  Ibid., p. 344.