LAS ESTRATEGIAS DEL SILENCIO
Ensayo basado en el cuento «La pregunta» de Stanley Ellin

 

 

Belén del Rocío Moreno Cardozo

  1. “LAS PALABRAS HACEN UNA DIFERENCIA”

 

Basta entrar en las primeras líneas de “La Pregunta”1 (http://pensamientoypsicoanalisis.com/la-pregunta/) para encontrarse con esta declaración de principios del electrocutador: “las palabras hacen una diferencia”. Así que él prefiere el término electrocutador, acaso más preciso, más técnico, al término de verdugo, con mayor lastre, con más historia. Tal sustitución se le antoja del mismo calibre que aquella operada en otro oficio, en algún sentido emparentado con el suyo: del oscuro padre sepulturero se pasó a su prestigioso hijo, director de pompas fúnebres. En esto ya se advierte que ciertos artilugios con el lenguaje pueden gestarse aun bajo el aura de la precisión técnica y de los ideales de ostentación propios de una época. Esta es pues la primera cara del silencio: el hábil reemplazo, que puede llegar hasta el eufemismo, es condena al olvido para un término que era índice de una verdad perturbadora en juego. Tenemos presentes algunos de los eufemismos que se usaron en la entraña insensata del siglo XX: el material humano, el campo de concentración, la solución final… Entre estas sustituciones, que camuflan a conveniencia, aquí tenemos que contar con aquella otra que persiste como si nada, lozana, amnésica también, en nuestro uso de las palabras: el “falso positivo” que, como sabemos, no fue en absoluto un error de apreciación diagnóstica de algún galeno inexperto. El asunto con estas habilidosas sustituciones de palabras, “que hacen una diferencia”, es que merced al artilugio dejan de hacerla, pues comienzan a circular como si nada; son acogidas en la parentela de eso que Quignard llamó “la lengua de trapo de la nación”2.

2. DEL OFICIO QUE NO SE CUENTA, PERO QUE CUENTA

El padre del electrocutador también había tenido el mismo oficio, y supo mantener con extremo cuidado el secreto de su labor, ocultamiento que fue tradición en familias que se volvieron famosas por pertenecer a una estirpe de verdugos. En otras épocas, estos hombres se cubrían el rostro para no ser reconocidos, y con ello se precavían de ser el blanco de deseos de venganza tanto de vivos como de muertos. Así el verdugo, quien asesinaba por mandato de ley, temeroso sin embargo del cobro que le haría el muerto desde el más allá, podía sustraerse a la mirada acusadora del ejecutado con su antifaz. Entonces, así cubierto como estaba, no sería hallado, pues aspiraba a que nadie lo pudiera reconocer. He aquí la segunda forma del silencio: a cambio del antifaz, el secreto de un oficio que no se cuenta.

En efecto, dice el narrador que su padre se ausentaba algunas veces al año por un par de días, empacaba unas pocas cosas en su maleta y, en caso de alguna pregunta, contestaba que iba a hacer un trabajo. Él, por su parte, también supo guardar con esmero su secreto: no iba a exponerse a arruinar su vida social, de la cual se estimaba ser el centro. Este oficio de oprimir el interruptor alcanza a ser nombrado por el verdugo como su profesión, inscrita además en una “honesta y sólida tradición”. Pero su relato vira de pronto: en el caso supuesto de que él soltase su secreto, se convertiría de inmediato en algo execrable, y  es con relación a este punto que él da muestras de que ha “pensado el asunto largamente”. Sigamos entonces su argumentación para situar en ella tanto sus encadenamientos como los malabares de sus razonamientos. Él apenas sería el eslabón último y operativo de la cadena judicial de una sociedad que castiga con la pena capital crímenes mayores. En esto, su lógica parece impecable: si la pena de muerte es asunto en que está comprometido el juez, el jurado, los decentes ciudadanos, en fin, la sociedad toda, a él sólo le corresponde concluir un trabajo cuyas disposiciones vienen de otra parte: es simplemente el ejecutor. Esta concepción orgánica de la sociedad indica que el ejecutor no obra solo, de modo que con su frase orienta nuestra atención en una distinta dirección. Ahora bien, en lo que nos concierne, los ejecutores, los perpetradores, son quienes suelen protagonizar las noticias que salen a la luz pública, o peor, que abundan en nuestra pública oscuridad, mientras los determinadores aún permanecen cubiertos con capirotes y antifaz. ¿Dónde están? La cadena de mando ha quedado oculta, o bien resguardada, pues solo es visible aquel que oprime el botón, el gatillo…

Pero este mismo argumento con el que el verdugo indica que no está solo en las ejecuciones que realiza para el estado, también le permite argüir en su defensa una especie de obediencia debida, con lo cual trata de sustraerse de la cuota de responsabilidad que le corresponde en la repartición del asesinato por todos consentido. Cada quien tendría entonces una tajada en este festín macabro. Por tal razón el tamaño variable de las porciones siempre habrá de tenerse en cuenta. Para nuestra sorpresa, nos encontramos enseguida con que la profesión que hacía parte de una linajuda tradición pasa a ser designada como “el trabajo sucio”, con lo cual el verdugo también cambia de lugar, pues ahora se declara víctima de crueldad, desprecio e hipocresía, por realizar un “oficio ingrato” que todos sin embargo querrían que se hiciese…

3. LA PREGUNTA EXPULSADA

La presentación que hace de sí el personaje comienza por su condición de ciudadano, para enseguida pasar a su vida familiar: tiene esposa, una hija y una nieta, a quien, como corresponde a su condición de abuelo, él se dedica a malcriar. Con relación a su nieta ya anuncia con todas sus letras el fundamento de goce en que él se sostiene, solo que referido, por lo pronto, a una tierna escena de familia: “Que el padre y la madre cumplan con sus deberes; el abuelo está para gozar”. Después habla de su hijo: “un hijo que hace preguntas. El tipo de preguntas que no deben hacerse”, “[…] el tipo de pregunta que está en el fondo de la mayor parte de los problemas del mundo de hoy”. El verdugo señala entonces un enorme contraste entre él y su hijo: en su época, no se hacían preguntas a cada paso, él tenía bien separadas las cuestiones relativas al bien y al mal y, conocía desde entonces la palabra “obligación”, así que los únicos interrogantes admitidos eran los de modo y tiempo: cómo y cuándo. Él le achaca a la psicología haber infestado al mundo con sus incesantes por qué; pero el asunto, desde luego, no comenzó allí, viene de muchísimo más lejos. En su vida misma, recuerda aquel episodio en que su padre se llevó a su perro Rex, y él le objetó cuando tuvo claridad sobre sus intenciones de matarlo: “Pero ¿por qué?”. Tiempo después, sin embargo, terminó por coincidir con su padre y supo que él tenía que matar al animal; de modo que cualquier pregunta sobre las determinaciones de nada servía. Más allá de la evidencia de que había que matar al perro “por lo que hizo”, le parecía que las preguntas no conducían a ninguna parte: “Por qué el perro se había vuelto feroz, por qué Dios había puesto un perro sobre la tierra para que recibiera la muerte de esta manera – esas son preguntas que uno podría hacerse hasta el fin de los tiempos y entre tanto continúa viviendo con un perro salvaje.” Quizá el decidido ejecutor se salta unos cuantos pasos, pues antes de mofarse de la pregunta que apunta a la causa habría podido preguntarse por el desacomodo de las jerarquías que terminó por volver agresivo a su perro, lo cual estaría más cerca de permitirle 5 entender por qué el animal había mordido a la madre. ¡Pero una cosa tal no se pregunta ni se piensa! Ese tipo de interrogantes, que comienzan con un por qué, sería consentido solo a los niños, de modo que para el adulto “perspicaz” las únicas preguntas admisibles serían cómo y cuándo. Sin embargo, en ausencia del por qué, las otras preguntas, cómo y cuándo, parecen más las propias del pragmático y el obediente, presto a hacer la tarea según el modo esperado y acorde con el tiempo que le sería señalado para su trabajo. Desalojada la pregunta fundamental “por qué”, sólo resta ejecutar la orden tratando de ser fiel a un estilo que le sería dictado y a un tiempo que ya no sería el suyo. He aquí la tercera forma del silencio: la pregunta que no conviene hacer. Con esa pregunta, que para el verdugo quedó muy pronto obturada, ha tenido desde siempre comienzo la labor del pensamiento, cuando la sorpresa aún no había sido desterrada, pues todo nos acontecía por primera vez. Él detesta esa pregunta; si se trata de actuar, desde luego, el pensamiento desencadenado por un por qué detiene la mano presta a oprimir el botón, y entonces el intento de comprensión que la pregunta incita se volvería en otro sentido interruptor: interrumpiría el circuito ciego de la obediencia. Abortada la única pregunta que abriría el campo del pensamiento, no queda otra posibilidad que rechazarlo. Dice el verdugo que con un par de generaciones preguntonas del por qué, se producirá “al final una raza de seres subidos en los árboles como monos, rascándose las cabezas”. Estaríamos más bien tentados a suponer otra cosa, pues la eliminación de los por qué con los que, primero maravillados, interrogamos al mundo y, luego horrorizados, no dejamos de preguntarnos por su brutalidad, nos arrojaría a lo inmundo de un mundo que no alcanzaría ni de lejos a parecerse al de los monos…

A cambio de tantos detestables por qué, él prefiere el mundo de la obligación y de las normas. ¿Cuáles normas? No otras que aquellas que, listadas en un ascenso desbocado, comienzan con la agitación de caros ideales y culminan desnudando su verdadero tenor: el de una vociferación superyoica insensata. 6 “Pregúntese por qué a cada paso, y puede entrar en tal confusión que usted se hunde. La vida debe continuar. ¿Por qué? Mujeres y niños primero. ¿Por qué? Mi país con razón o sin ella. ¿Por qué? Su deber deja de importarle”. De la frase de aliento “La vida debe continuar”, pasa a las consideraciones de prelación – por demás siempre incumplidas en los naufragios–, “Las mujeres y los niños primero”, hasta llegar al desquiciado grito de guerra: “Mi país con razón o sin ella”. Obedientes a la orden de un desgañitado ya no queda nada en que pensar. La seguidilla de mandatos podría prolongarse con esta otra que resuena y nos parece haberla oído muy de cerca: “Por mi patria, con razón o sin ella” “Todo por la patria.” “Soy un combatiente por los intereses supremos de la patria”. He aquí las altisonancias del deber que son sólo la cara supuestamente presentable de un aliento cuyo envés termina siendo mero goce criminal.

IV. MATAR AL PERRO

Así como Rex se había vuelto salvaje y peligroso sin un por qué o porque sí – eso no importaba–, del mismo modo pensaba el verdugo que había quienes al cometer un asesinato o una violación dejaban de pertenecer a la raza humana. Este hombre creyente suponía que Dios había dado a cada humano cerebro y alma para controlar su naturaleza animal, pero podía acontecer que el animal tomara el gobierno; entonces ese ser, retornado a la salvaje naturaleza, dejaba de ser humano, y por ello “[…] debía ser exterminado como cualquier animal que se desata en furia en medio de personas inermes”. Y declara enseguida: “[…] mi obligación es ser el exterminador”. He aquí una nueva sustitución que conviene subrayar: el viejo término “verdugo” salió del vocabulario y en su lugar apareció la precisión técnica “electrocutador”, pero ahora un nuevo reemplazo tiene lugar y llega “el exterminador”. Este último vocablo se usa para designar a aquel que acaba con una plaga de animales. En el campo de batalla, la palabra ha aparecido una y otra vez para referirse a la devastación del enemigo, rebajado ahora a plaga que puede erradicarse por completo. Por 7 la forma como encadena sus pensamientos, al parecer, cuando el verdugo ejecutaba a los condenados, exterminaba perros. La operación de exclusión del campo de lo humano ha sido estrategia frecuente para justificar el asesinato, pues ya no se trataría en absoluto de transgredir un interdicto (la prohibición de matar), dado que la bestia ya no pertenecería a la especie humana… Ahora nos percatamos en qué camino transitamos, cuando de manera inadvertida hablamos del “exterminio” de la UP…

Entonces, desde la lógica del verdugo, están los iguales y están los diferentes; los primeros se sostienen en la tradición que enseña lo bueno y lo malo, los otros han perdido su condición humana. Es llamativo que él, que experimenta ser un extraño, que debe ocultarse en un rincón oscuro hasta que vuelvan a necesitarlo, apele todo el tiempo a la semejanza, pues dice que podría ser como un viejo amigo, un tío, un vecino, como cada uno de nosotros… ¿Qué es pues un humano, una vez que sabemos que no llevamos ningún animal adentro para justificar nuestras transgresiones? ¿Y si nunca hubo animal adentro para dar cuenta de los crímenes de nuestra especie…?

Lo que quiero subrayar es que este hombre apela constantemente a la lógica de la semejanza: “Soy como ustedes”, “Podemos reconocernos como gente de la misma índole […] abrigamos los mismos sentimientos”; a lo cual podemos agregar esta frase que resume un amplio tramo de su disquisición cuando considera el envés de la moneda: “allí donde ustedes me creían distinto, ya verán que participamos de lo mismo porque yo sólo hago lo que ustedes quieren que se ejecute…” De modo que el verdugo, quien ha dicho que las palabras hacen una diferencia, desmiente su aseveración en el despliegue mismo de sus arduas cavilaciones. Retengamos esta idea, puesto que al final del cuento volverá a argüir la semejanza, solo que desembocará en un efecto distinto, puesto que él podría terminar en el lugar de Rex, si se aplicara sus razonamientos.

4. DEL GOCE QUE DEBE PERMANECER OCULTO

Llegado el momento de pasar la posta del oficio a su hijo, el electrocutador le dice que ya contaba con el permiso del director de la prisión para llevarlo como asistente y entrenarlo para el momento de su retiro. El joven quedó estupefacto, tanto como su mismo padre lo había quedado treinta años atrás, con la confidencia de su progenitor. “¿Tienes que ser tú el que oprima el botón?, dice el hijo, “¿Tú?”, pregunta que bien puede hacerse equivaler a otro indeseable por qué: “¿Por qué tú?”. Hasta ese momento, el verdugo había consentido con ciertas distancias de su hijo que no lo sustraían sin embargo de ser su legatario, así que ninguna de esas distancias le anunciaba su disidencia respecto del don que ahora él le entregaba con su secreto. La negativa de su hijo, con sus insistentes “no”, termina por desatar su cólera, al punto de que en el colmo del desconcierto, al ver cómo la línea de sucesión va quedar interrumpida, se lanza con violencia a crear una escena de humillación en que desprecia el futuro de su descendiente, quien quedaría condenado a ser un don nadie, que apenas haría instalaciones eléctricas y manejaría una caja registradora. El padre remata con esta frase de orgullo impotente: “Yo no necesito de tu ayuda para cumplir con mi deber”. Y es con esta última palabra que el hijo, aún perplejo, le dirige el siguiente interrogante: “¿Es todo lo que representa para ti? ¿Un deber?”

Evocaré sólo de paso, en este punto, La fábula de las abejas de Bernard Mandeville, precursor del neoliberalismo, cuyo subtítulo puede indicar la textura de las torsiones a la que intento referirme: “Los vicios privados hacen la prosperidad pública…” Entonces, de este episodio culminante podemos derivar al menos dos torsiones a tener en cuenta en el lazo que anuda lo colectivo y lo subjetivo. Primera torsión: lo que de un lado se presenta como deber, obligación, trabajo sucio en favor de todos, del otro lado es mero goce, y hasta goce sexual. Recordemos que el verdugo era un ávido lector de libros sobre ejecuciones, que disfrutaba en secreto, del mismo modo que lo haría un adoles9 cente con sus revistas pornográficas. La comparación entre sus libros y las revistas pornográficas, que es de su propia cosecha, indica también en dirección de una inquietante cohabitación entre el asesinato y el goce sexual. Hay razones de estructura que determinan que abierta la puerta de la transgresión a la prohibición de matar, enseguida otra transgresión, esta vez sexual, también se precipite.

La segunda torsión del lazo que anuda lo subjetivo y lo colectivo concierne a la cuestión de la transmisión, de aquello que pasa de una generación a otra, lo cual implica al asunto mismo de la filiación. Podemos acotar esta cuestión con dos preguntas: ¿Qué transmite un padre a un hijo? por una parte; y por otra: ¿de qué manera los movimientos de masas pueden terminar insertados en esa misma lógica de la filiación, cuando el líder convoca al colectivo como si se tratase de sus vástagos, de “sus hijitos”, como se dice aquí? Por ahora, sorprendámonos al menos de que utilicemos el mismo término filiación para designar una relación de parentesco y una adscripción política. La infantilización en la vida política no nos resulta en absoluto ajena, y sus efectos han sido funestos. Tal infantilización, siempre apasionada, hace del rechazo del pensamiento su sostén.

En un tiempo no lejano fue un quebradero de cabeza para los investigadores de las ciencias sociales saber por qué la filiación política aquí era cuestión de herencia, pues a la pregunta relativa a la elección de un partido u otro, se contestaba de manera invariable con ignorancia y con certidumbre: en realidad, nada se sabía de las bases programáticas del partido, pero al tiempo se tenía claro que la filiación política venía del padre, quien a su vez la había heredado del abuelo, y así, hasta el comienzo de los tiempos con el padre Adán… Dado que llegamos de nuevo a la tradición, entonces, volvamos a “La Pregunta” y al punto donde la herencia ya no será recibida, donde el legado del matarife ya no encuentra heredero; entonces, digamos que la corriente no encuentra transmisor.

La pregunta con respuesta que el hijo le dirige al padre, “Pero lo gozas, ¿no es verdad?”, desencadena, en los pensamientos del verdugo, la confesión de un goce que no podría decirse en la escena pública: he aquí la cuarta forma del silencio. Este goce está antecedido por el placer preliminar de observar tras la mirilla al condenado que se contorsiona y forcejea, mientras lo traen y lo amarran a la silla eléctrica. Cuando el verdugo obedece la señal del director de la cárcel, le llega finalmente el tiempo de su verdadero goce, el culmen de sus deleites, que es gozar viendo lo que los corrientazos producen en el cuerpo del reo. Adicionalmente, queda claro que este goce, como muchos otros, se sostiene en un fantasma, pues cada vez que el verdugo oprime el interruptor, ve mentalmente, imagina, lo que la corriente eléctrica le hace a ese cuerpo y a la apariencia del rostro. Goce preliminar y goce final, sostenidos por un fantasma, constituyen el vicio privado que le hace tan preciada su profesión al diestro electrocutador. Y dado que se la goza, no necesita que le paguen mucho, pues con lo que observa y además ve mentalmente, ya obtiene el plus de que requiere para haberse sostenido por treinta años en ese cargo oficial.

La pregunta del hijo lo lleva otra vez a invocar la lógica de la semejanza, de la que ya se había servido: “Esa fue la pregunta que me hizo mi hijo. Eso fue lo que me dijo, como si yo no tuviera en lo más profundo de mi ser los mismos sentimientos que todos los humanos. / ¿Gozarlo?/ Pero, Dios mío, ¿cómo es posible no gozarlo?” Él que se había declarado hecho de la misma materia de los otros, halla de inmediato su punto de excepción en el goce de ver la muerte, de donde él mismo podría ser aquel que antes describía como el asesino que exuda la maldad que lleva en los ojos… Y entonces ¿se aplicaría acaso el mismo tratamiento que impartía sin escrúpulo alguno a los condenados? Así, la pregunta del hijo es la silla misma de donde el electrocutador va a salir electrocutado, no sólo porque su hijo rompió la continuidad del oficio, sino porque lo condujo a confesarse su goce de ver matar, su necroscopia, 11 para evocar un término del psicoanalista Charles Melman,3 con el que designa la novedad de una perversión, signo macabro de nuestra época.

Ahora bien, con la última frase del verdugo, que es oración de invocación, “Pero, Dios mío, ¿cómo es posible no gozarlo?”, el encomio del abnegado sacrificio que él realizaba al hacer el trabajo sucio, la tarea ingrata, se desploma, pues su oficio no le resultaba para nada ingrato; antes bien, se regodeaba en él, tal como lo indican las morosas descripciones de sus placeres.

Retomemos algunos elementos de este último episodio, para darle una vuelta más, ahora en lo concerniente a la posición del hijo, que es la que me interesa destacar, para terminar. Las breves intervenciones del hijo, que consisten en unos repetidos “No”, “No sé”, y su pregunta por el goce del padre, se fundamentan en su estupefacción, ante la revelación y el imperativo que le viene de él, quien ha llegado a cobrarle su libra de carne. “Tú debes darle al César lo que es del César”. Antes de que apareciera la pregunta que no debía hacerse porque desfondaba el mundo de las justificaciones, estuvo la negativa del hijo, que ya es toma de posición respecto del mandato de asumir para sí la versión de goce del padre, su perversión. Con ello, el hijo detiene una tradición sustentada en el regodeo de ver cómo la muerte destroza un cuerpo.4 Entonces, el fundamento último de la ira del padre, de su desconcierto, y de su dolor, es que su hijo no admitió para sí tal goce en el que él se refocilaba. El legado de muerte no se recibe y el hijo se sustrae, con muy pocas palabras, a tal herencia. De modo que con esa brevedad contundente, el hijo se dirige al fundamento endeble de la vasta justificación que había construido su padre. Ya vemos que este hijo no hará parte de una estirpe de verdugos, quizá pueda entonces hacer comunidad con otro que supo detener los imperativos que le dirigían: el inolvidable Bartleby.

Ahora bien, lo que le dice el hijo a su padre nos revela también que la única palabra con efectos reales no parece ser la que se despliega en una justificación- pantalla, sino aquella que logra concernir la acumulación de goce que está en juego. Esta afirmación pareciera ser contradicha por las evidencias, pues las justificaciones para alimentar un legado criminal suelen contar con el favor público, ¿pero si hablamos de un cambio posible frente a un legado de muerte que sólo se fragua una vez que se ha situado la acumulación de goce –entiéndase también de capital– que estaba en juego? Hay actos contundentes que pueden detener una herencia de muerte. Estamos en ello y ante ello.

En estos días, una persona me contaba la frase que había escuchado de alguien que había sufrido en carne propia los efectos de la guerra de nuestro país: “¡Es que Bogotá está muy lejos de Colombia!” –¿Cuándo entonces, dejaremos de espiar por la mirilla a los agitados que se contorsionan con los acontecimientos de guerra y muerte en este país? ¿Por qué, por qué, por qué? ¿Por qué seguir gozando al ver cómo se matan allá, a lo lejos, en Colombia?

1 STANLEY ELLIN, “The Question”, The Speciality of The House, Gran Bretaña: Orion, 2002. Traducción al español de Mario Arrubla, en Archivo Mario Arrubla: http://www.archivomarioarrubla.com/
2 PASCAL QUIGNARD. Butes, (México: Sexto piso, 2011), 17
3 Charles Melman, “Por fin un goce nuevo: la necroscopia”, en Desde el jardín de Freud, v. 3, Universidad Nacional de Colombia, 2003, págs.182-185.
4 Es importante señalar que las sevicias que se realizan sobre un cuerpo extraen su crueldad de fantasmas cuyo resorte es tan primario como la construcción misma del cuerpo y la consecuente amenaza de verlo hacerse trizas, una vez ha sido conquistada su unidad en virtud de un proceso identificatorio.