Juan Fernando Aguilar Cárdenas
En la mañana del 6 de agosto de 1945 el Enola Gay, comandado por el capitán Paul Tibbets, volaba sobre Hiroshima. La bomba cayó a las 8:45. 80.000 mil personas ardieron al instante. El avión se alejó dejando tras de sí la humareda en forma de hongo que hasta el sol de hoy representa una de las mayores vergüenzas de la humanidad. Al mirar las llamas carmesís ascendiendo hacia el cielo violáceo, el copiloto, Robert Lewis, sintió el primer acoso de la culpa y dijo: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?” Japón ya había sido vencido en Iwo Jima; solo quedaban los últimos estertores de la Guerra del Pacífico. Dwight Eisenhower lo sabía, el presidente de los Estados Unidos, Harry S. Truman, lo sabía también[1]. Mas el horror se negaba a cesar y Nagasaki fue destruida por otra bomba el 9 de agosto. Japón, no solo derrotado, sino también humillado, firmó una rendición incondicional.
Si pensamos en la política como una toma de decisiones en referencia a un grupo, o bien, la doctrina de un Estado; entonces, ¿Cuál era la política manifestada por Truman? Creemos que es la del poder. Al exhibir el terror atómico, Norteamérica podría dictar en los años venideros las políticas mundiales frente a la amenaza comunista de la Unión Soviética[2]. Más allá de los motivos del gobierno estadounidense hace falta mirar la reacción de su pueblo: júbilo. “Pearl Harbor ha sido vengada”, manifestaron en las calles. “La guerra terminó”. Se dirían durante décadas, acaso en un afán ominoso por no sentir compasión, que los bombardeos fueron necesarios. Karl von Clausewitz en su obra De la guerra, afirmaría que los Estados se justifican los unos a los otros a través de los conflictos bélicos[3], a través de los horrores mutuos. Truman creía justificada su política y la extendió a su gente, la misma que celebraba la masacre, la que no cuestionaba el hecho sino que se alegraba con el resultado. El júbilo los hizo parte del crimen, igual a los que abuchearon a Robert Françoise Damiens mientras lo descuartizaban en París, iguales a tantos otros que se esconden tras un discurso de autoridad. Cabría preguntarse a raíz, no solo de Hiroshima, sino de todas las guerras y masacres, no solo desde la celebración de un asesinato, sino desde el discurso ajeno que lo justifica: ¿Hasta dónde llega la alienación que parte de la política?
Piera Aulagnier en Los destinos del placer propone a la alienación como un destino del Yo que tiende hacia un estado de no conflicto, de no contradicción con otro, o bien, entre el Yo y sus ideales[4]. El alienado no sustituye la realidad por un fantasma, tampoco por el delirio, la sustituye por el discurso del otro. Argumentará que su causa es justa, hablará de venganzas, justicias y futuros que el sujeto no comprende pero de los que se jacta. Hitler clamó por recuperar el orgullo alemán después del Tratado de Versalles, la joven nación estadounidense afirmó la superioridad del hombre blanco sobre el hombre negro; en Colombia, los conservadores, entre ellos el sacerdote Miguel Ángel Builes, advirtieron sobre la importancia de perseguir a los liberales. Solo nombramos un puñado de hombres que alguna vez se consideraron caudillos de una causa que pocos vislumbraron como menos que justa. Sus adeptos sacrificaron sus vidas, libertades y antiguos principios a nombre de una política que pariaba entre la indignación y el resarcimiento, que jugaba siempre con la primitiva urgencia de la venganza y el poder.
¿Qué puede hacer un alienado? sabemos que depende del discurso alienante, sobre todo, sabemos que puede odiar como lo hemos visto a través de la historia, del Genocidio Armenio, del Holocausto Judío y de las persecuciones políticas, entre tantos ejemplos. Carlos Castilla del Pino, para exhibir el alcance del odio, hablaría del psiquiatra militar, Vallejo Nájera, en España, quien afirmó que los rojos no pagaban toda su culpa ni siquiera al ser fusilados e irse al infierno. Para él hacía falta que hasta sus hijos se cambiaran el apellido para que el fusilado desapareciese de forma perentoria[5]. Es la fantasía Orwelliana, apunta Aulagnier, el terror, el desencuentro absoluto, la capacidad de odiar y perseguir mientras se está desprovisto de un discurso propio. Desde la alienación política el espectro del mundo se pone en blanco y negro, siempre entre aliados y enemigos. ¿Qué hace que un hombre sea un enemigo? En los ejércitos la distinción es clara, aunque de ninguna forma justificable: llevan uniformes distintos. En los ciudadanos la diferencia suele venir desde lo que eligen, desde la posición que toman en el mundo, desde lo que les dice el amo, tal como lo plantearía Hegel[6]. Todas las guerras y persecuciones albergan el trasfondo de lo que otros consideran justo. Es la felicidad de la guerra como lo nombró Estanislao Zuleta[7], es la fiesta, la orgía de sacrificarlo todo por un ideal que no proviene del Yo, ni siquiera de lo real. Creemos no divagar demasiado si decimos que la alienación pretende suprimir al sujeto y hacer de él un mero portador de discursos.
Según Hannah Arendt en Los Orígenes del totalitarismo, los fenómenos totalitarios eliminan la política, al menos el ideal de la misma, en tanto que la esfera privada se apropia de la pública y se compromete la singularidad de quienes son gobernados[8]. Frente al discurso alienante de un particular, la política, que otrora abogó por una autonomía y un dinamismo, se convierte en un ente sesgado que pone en riesgo la pluralidad de discursos. Para Arendt, el desmantelamiento de la pluralidad significa, quizá de una manera absoluta, el fin de cualquier política en tanto que será solo cuestión de tiempo para que la acción popular, el voto, las consultas, las posibilidades, sean reemplazadas por la unicidad del terror. El nazismo, suceso fundamental en la obra de la filósofa alemana, viene a ser el ejemplo máximo de la crisis de la modernidad y de la era contemporánea; es la pulverización de los discursos, la reducción del sujeto para despojarlo de palabras y hasta de cuerpo.
Durante el Genocidio de Ruanda ocurrido en 1994, las falanges armadas de los hutus se abocaron a nombre de una antigua venganza contra los tutsi, la clase que antaño fue la dominante. La premisa era un país libre de tutsis, una solución final bastante parecida a la que plantearon los nazis. La premisa partió desde las rivalidades históricas de ambas tribus, ascendió al nacionalismo, luego al odio y terminó en la costumbre. La masacre no fue perpetrada solo por grupos armados sino por el discurso, que normalizaba y alentaba la violencia, de estaciones radiales como La Radio Libre de las Mil Colinas[9]. Las emisiones clamaban por llenar fosas con cadáveres de tutsis y traidores. Los ahora enemigos perdieron el derecho al discurso y a la libertad sobre sus cuerpos mientras eran torturados. La Radio Libre, entregada a la orgía violenta, privó a los tutsis de la condición humana al llamarlos día y noche: “Cucarachas”. El ejemplo de Ruanda es un crisol hacia lo que constituye una enajenación que pareciera no conocer límites, un destino alienante encauzado en la política del exterminio y la promesa de un futuro mejor si el Genos del enemigo, de la amenaza fantasmática y jamás puesta en duda, desapareciese por completo.
Al referirse a la violencia bipartidista de Colombia el escritor William Ospina en ¿Dónde está la franja amarilla? señala de manera determinante que la guerra entre partidos no se dio entre Liberales y Conservadores, sino entre Liberales pobres y conservadores pobres[10]. ¿Qué extraemos de tal afirmación? Que fue la voluntad de unos pocos la que llevó a miles a exterminarse, fue la singularización del discurso político que cada ambo ostentaba lo que llevó a sus militantes a creer que daban su vida por la verdad. Hacemos eco a Freud en La Psicología de las masas cuando afirma que los adeptos idealizan al líder como un gran hermano, un general capaz de llevarlos siempre hasta la salvación o hasta la victoria[11]. Al mirar la historia bajo los parámetros contemporáneos, La Violencia, al igual que gran parte de las masacres mundiales, pareciera carecer de un motivo claro, o en todo caso, racional;[12] en tanto que las causas, vistas con ojos de observador, no parecen ser suficientes para los sacrificios que demandan, mucho menos justifican la persecución, la humillación y la muerte que en la Colombia de hoy pareciera haberse convertido en una tradición.
Michel Foucault en Los anormales plantea la alienación desde el discurso psiquiátrico. Conocemos, por Vallejo Nájera cuyas palabras ya fueron mencionadas, que la psiquiatría ha servido a los controles que pretenden perpetuar los Estados. Foucault plantea que el psiquiatra ostenta un discurso de vida o muerte en tanto que una palabra suya valdrá para encarcelar, reducir y hasta matar al sujeto que se cuestiona[13]. Es un discurso que no admite réplica, validado no solo por la ciencia, sino por el gobierno. El filósofo francés irá más allá del poder imbuido a los esbirros y tratará la imagen del déspota, el mismo que según Hannah Arendt constituye el totalitarismo y el fin de toda política deseable. El déspota es un monstruo moral, aquel que será a su vez un delincuente en tanto que el tirano se hace valer a sí mismo a costa de anular al otro, de la misma forma en que lo haría un criminal o un perverso. En El nacimiento de la Biopolítica Foucault retoma el término Razón de Estado, acogido durante el siglo XVI, que insta al gobernante a dirigir su Estado de manera que este llegue a ser sólido y pueda defenderse contra todo aquello que amenace con destruirlo[14]. Si el gobernante quiere un Estado permanente deberá respetar las leyes, las divinas, las naturales y las jurídicas. Hablaremos de las últimas en tanto que son heredas directas del pacto social que propusieron los pensadores contractuales. El tirano no honra el pacto, lo transgrede, lo anula, o simplemente impone su voluntad y su discurso sobre un contrato que antaño sirvió a los intereses de su pueblo. [15]Es a partir de esta transgresión, por parte de un individuo o un grupo poderoso, que el cuerpo social se ve inmerso en un estado casi perpetuo de violencia; se impone una voluntad, una influencia, y desde allí el Estado entero cae en la alienación.
Cabría preguntarse por el sujeto no alienado, o bien, perseguido, en una sociedad totalitaria. Sabemos que buscarán silenciar su discurso, romper su voluntad con amenazas y tormentos, o bien, acabar con su vida a través de una justificación que sea más o menos creíble. La escritora alemana, Herta Müller, se refiere de forma poética al silencio bajo las dictaduras:
«Cuando callamos nos tornamos desagradables, cuando hablamos, nos tornamos ridículos[16]» La bestia del corazón.
La frase anterior abre la historia de un grupo que jóvenes que viven bajo la dictadura de Ceaușescu, en Rumania. Del inicio de la novela entendemos que el discurso de todos está comprometido. No pueden hablar, mas sienten que deben hacerlo. Puede que no los escuchen, que si los escuchan se burlen, que si no se burlan, los maten. Aun así, dada su condición de seres hablantes, no pueden soportar el no decir nada. Los no alienados constituirán la excepción a la norma que, aunque circunstancial, se promete eterna cuando no existe la pluralidad política. Serán los anormales, como planteó Foucault al referirse a la locura y a la transgresión; entonces serán normalizados o eliminados. Serán los que cuestionen, primero desde su fuero interno, luego hacia el exterior, su confusión y desacuerdo con la Idea que amenaza con convertirse en imperio, con la coerción y supresión hacia los que mantengan su singularidad. Podríamos decir que el enajenado, hambriento del amor que le propone el grupo, no será capaz de admitir que alguien no lo ame, no soportará, como tampoco lo haría el paranoico, ver a un individuo cuya sola opinión y existencia cuestione la suya.
Hemos vislumbrado el alcance de la alienación en la política, no sabemos si veremos sus límites. Sabemos que el discurso político puede enardecer de amor y de odio a sus adeptos, que le hablará a sus impulsos más primarios, más infantiles. Un alienado podrá justificar y perpetrar masacres como la de Hiroshima y Nagasaki, la de Ruanda, el Holocausto judío y un largo etcétera. Lo que en tiempos menos violentos, más racionales, parecería una infamia, será para la alienación un hecho justo, una venganza, un exilio y un asesinato necesario. Freud, al interpelarse sobre los horrores de la Primera Guerra Mundial expresaría con profundo desasosiego y cierta sorna: “No es que hayamos caído bajo, es que nunca estuvimos tan alto[17]”. Es posible que la humanidad haya sobreestimado el lugar de la razón y su permanencia ante el tiempo y las pasiones. No siempre hacen falta conflictos de grandes envergaduras para que pululen los fanatismos; al parecer solo se precisa de un pretexto y una idea autoritaria que prometa librar a los hombres de la responsabilidad y de cualquier culpa posible.
Clausewitz señalaría que la guerra no es otra cosa que la continuación de la política, su única diferencia es el derramamiento de sangre[18]. Podemos pensar entonces que las masacres políticas hacen parte de debates ulteriores, siempre prosaicos, que ven al Otro de la forma que obedece a la paranoia, con la misma delgada franja del pasaje al acto. Con la eliminación del pluralismo a favor de una implacable singularidad, encontramos, según Arendt, el portal totalitario hacia el terror. La alineación política, o bien, el fin de la política como lo apuntaría la pensadora alemana, abogará por defender de la manera más agresiva posible, el discurso alienante del que se nutre, con el promete amor y victoria. Será el fin de los discursos, de la individualidad del sujeto y de su pensamiento. Será acaso, el resplandor sórdido que miraron los habitantes de Hiroshima justo antes de que su palabra, su ser, y su humanidad fueran reducidas a cenizas.
Bibliografía:
[1] HERSEY, John, (2009) Hiroshima, Bogotá, Random House Mondadori S.A. pág. 10
[2] Ibíd. Pag 17
[3] CLAUSEWITZ, Karl Von, (2005) De la guerra, Madrid, La esfera de los libros Capítulo 3: Caso extremo de uso de la fuerza. pág. 9
[4] AULAGNIER, Piera (1994) Los destinos del placer, Buenos Aires, Paidós pág. 45
[5] CASTILLA DEL PINO, Carlos (2009) Conductas y actitudes, Madrid, Tusquets Editores pág. 254
[6] ZULETA, Estanislao (1994) Sobre la guerra, Cali, Sáenz Editores pág. 73
[7] Ibíd. Pag 72
[8] ARENDT, Hannah (2002) Los Orígenes del totalitarismo, Tomo II, Imperialismo. Alianza editorial, Madrid. Página No. 178
[9] RODRIGUEZ VASQUEZ, Daniel (2017) El genocidio en Ruanda: Análisis de los factores que influyeron en el conflicto en IEEE.es Instituto español de estudios estratégicos, No. 59, Madrid pag 8
[10] OSPINA, William (sf) en https://bonoc.files.wordpress.com/2008/05/colombia-la-franja-amarilla.pdf pág 18
[11] FREUD, Sigmund, (1992) Psicología de las masas y análisis del Yo, Buenos Aires, Amorrortu Editores, págs. 89 -90
[12]Rehm, Lucas, (2014) La construcción de las subculturas políticas en Colombia: los partidos tradicionales como antípodas políticas durante La Violencia, 1946-1964 en Historia y sociedad No. 27 págs. 17 – 48. Medellín.
[13] FOUCAULT, Michel (2001) Los anormales, Buenos Aires, Fondo de cultura económica pág. 19
[14] FOUCAULT, Michel (2007) Nacimiento de la Biopolítica, Buenos Aires, Fondo de Cultura económica. Pag 23
[15] FOUCAULT, Michel (2001) Los anormales, Buenos Aires, Fondo de cultura económica págs. 94 -95
[16] MULLER, Herta (2009) La bestia del corazón, Madrid, Siruela nuevos tiempos pág. 13
[17] Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte en http://espaciodevenir.com/documentos/freud-de-guerra-y-muerte.pdf pág. 9
[18] CLAUSEWITZ, Karl Von, (2005) De la guerra, Madrid, La esfera de los libros, La guerra constituye una acción de la relación humana. pág. 75