Psicoanalista
La naturaleza se esfuerza en alcanzar la belleza en todos sus reinos, y cuando lo logra desarrolla los procesos necesarios para conservar y reproducir la belleza conquistada. Es algo que en forma sorprendente también encontramos en la construcción del Estado en la antigua Grecia, y ningún estudioso serio de la antigüedad griega podría negar que el fin último, por lo menos en los orígenes del Estado en Grecia, era el de une voluntad de facilitar la creación del individuo por medio de la arquitectura que inventaba bellos espacios para el culto de los dioses y para el arte de la Tragedia, la escultura que recreaba perfectos modelos de belleza masculina y femenina y como representación física de mitos y deidades, la pintura que contaba gráficamente con técnica muy avanzada su historia y sus leyendas, la literatura que nacía como epopeyas homéricas, o con Arquíloco como revelación lírica de la intimidad del ser, y con Esquilo como el gran arte de la Tragedia, que según Nietzsche procedía de la música. Y toda esa genialidad y avidez por la belleza era guiada por la necesidad, para el Estado naciente, del mantenimiento y protección del individuo, voluntad griega y avidez de belleza que no le importaba contradecir o anular la conciencia individual que no fuera compatible con ese fin. Era como si un enorme aparato rodeara el género humano griego superando su permanente contradicción entre el egoísmo de los fines originales del ser y la creación de individuos capaces de renunciar dentro de lo colectivo a sus pretensiones narcisistas anormales. De ahí que Nietzsche considerara el mundo griego como más sincero y simple que todo lo que vino después en Occidente, sería, comenta, como los niños que son más fieles y verídicos que los adultos que los crían, afirma que para entender a los niños hay que aprender su lenguaje para llegar a hablar con ellos; igualmente, frente a los griegos de la antigüedad hay que tener en cuenta como fue toda su relación con lo que es el juego del arte y su belleza. Y no se puede entender por consiguiente nada de Grecia histórica sin saber lo que era la Paideia.
La Paideia era el conjunto de procesos y prácticas que desde la infancia estructuraba los elementos necesarios a la formación del individuo como persona individual, apta para ejercer sus deberes cívicos y defender sus derechos. Entre esos elementos estructurales del individuo estaban la gimnasia, la gramática, la retórica, la poesía, la geometría, las matemáticas y la filosofía. El ideal de Paideia estaba dado por la estructura específica de la polis griega, definida por la participación de todos en los asuntos cívicos, lo cual implicaba el dominio cuidadoso de la lengua y de la expresión oral muy elaborada, que correspondía a la necesidad del individuo de mostrarse refinado en el ágora, vale decir como un practicante de la belleza. Las matemáticas y la geometría, como ciencias puras, indicaban también una disposición de ánimo objetiva, cualidad deseable para llegar a ser individuo legislador. A su turno lo gimnástico contribuía tanto a la belleza como al dominio de sí y a la virilidad necesaria para el combate. Pero la Paideia, como formación desde la infancia del individuo griego, de alguna manera se prolongaba en el hecho de que la genialidad individual del arte griego, promovida desde el Estado, consecuentemente revertía al Estado y no solo a los individuos, porque todo lo que fue arte y música en Grecia era una gran institución colectiva de una educación estatal continuada que hacía posible el goce colectivo de la belleza transformada en obras de arte, tragedia y música. Lo que podríamos llamar con el término moderno de cultura en Grecia era la permanente relación entre las grandes obras del arte y el Estado que las promovía y de alguna manera mantenía. La Tragedia en particular, cuya celebración y producción era asegurada por el Estado, se convirtió en un culto por el pueblo entero bajo los auspicios del Estado que construía los escenarios, a su turno obras de arte. El Estado se convirtió, entonces, en el medio necesario de todo arte y de toda belleza incluyendo la corporal promovida por la gimnasia y los ejercicios para el arte de la guerra. No se ha repetido en la historia de la cultura humana que tantos seres individuales se inmortalizaran en el trabajo artístico y filosófico. Fuerza prodigiosa que provenía del gran instinto político griego. La Tragedia, por ejemplo, reunía a todo el pueblo y se convertía en el medio necesario de la efectividad de la política del Estado y del cultivo de las artes. El fin propio de la tendencia del Estado a crear esos seres individuales, como hombres que se inmortalizan en el trabajo artístico y filosófico, era la creación o reproducción por la fuerza prodigiosa de la Instancia política de la antigüedad griega, un instinto del suelo natal que aparece como garantía de su continuación en la repetición de la genialidad individual. Un teatro artístico como el que existió en Grecia para que pueda darse requiere la voluntad concentrada, que se manifiesta en la perfección de los escenarios construidos por el Estado; uno que se conserva intacto en Epidauro además de la belleza mantiene admirados e intrigados a los especialistas en la ingeniería del sonido porque tendrían que derribarlo para saber cómo lograron que los más leves sonidos se escuchen perfectamente hasta en la gradería más alta, imposible de comprobar la hipótesis de que construyeron una gran caja de resonancia entre los cimientos al construir el teatro, y así debió ser en todos los teatros que no se han conservado. Se trató pues de una fuerza mágica que se opone al goce puramente egoísta e impulsa los sacrificios y preparativos que supone la realización de grandes designios artísticos. Tal educación del pueblo, anticipada por la Paideia con los niños, es lo que hace comprensible tantas excepciones individuales geniales que prolongaban y reproducían la belleza continuamente como una de las formas más importantes de ser del individuo y el Estado, con el resultado de estimular la masa a participar en la cultura, más que por discernimiento por comprensión e ilusión con múltiples espejismos entrelazados. Era otra forma de hacer frente, también, a las guerras que procedían de la necesidad de la voluntad de generar, de vez en cuando, desgarramientos dentro de la lucha política por la unidad y totalidad, por eso el Teatro griego continuaba con la celebración de todo el pueblo aún durante la guerra, confirmando un aforismo nietzscheano: “De lo terrible se eleva el canto inaudito del genio”. Y es ahí donde también tenemos que tener en cuenta la mujer griega.
La mujer, según Nietzsche en sus Fragmentos póstumos, representó para el antiguo Estado griego lo que el Sueño para el hombre: fuerza reparadora, porque la mujer tiene más afinidad con la naturaleza que el hombre. Nietzsche no caía en la frecuente presentación histórica de la mujer griega como si tuviera sólo una indigna función doméstica, sin acceso a la política y a las grandes decisiones de la polis, quien eso crea ignora la creación de grandes figuras femeninas en la literatura griega de las dimensiones de Penélope, Antígona, Electra y la sabia Diotima creada por Sócrates en El Banquete de Platón, figuras humanas y terrenales que eran reflejo de las grandes diosas de la mitología que no se encuentran en ninguna otra cultura religiosa del pasado o del presente: una Palas Atenea presidiendo la sabiduría filosófica y científica, una Afrodita como sublime y eterno modelo de belleza y erotismo femenino, una Hera diosa de la familia y reina del Olimpo, una Artemisa diosa de la castidad y de la caza, y otra tantas, no sólo hermosas sino que compartían El Olimpo en igualdad de poder con los dioses.
Figuras ideales que nuestra sociedad está imposibilitada de recrear, porque a la mujer griega se le asignaba la fuerza de compensar las lagunas del Estado. En la antigüedad griega ocupaban la plaza que les asignaba la voluntad suprema del Estado, siempre fieles a su ser como las grandes sacerdotisas, a las que los griegos les dieron los nombres de Pitia y Sibila, a través de las cuales hablaba la sabiduría divina de los dioses y las diosas.
Un hecho que demuestra la historia y la mitología griegas es que cuando el Estado es aun embrionario la mujer prevalece, como madre, y determina por consiguiente, el grado y las manifestaciones de la cultura, tal como lo afirmó Tácito, según cita de Nietzsche, de las mujeres germanas: “piensan que hay en ellas alguna cosa santa y profética, y ellos no desprecian sus juicios ni tampoco sus prevenciones” .
Un Estado naciente no podía prescindir de una fuerza premonitoria, tanto más o menos grande, según la solidez que fuera alcanzando un Estado que se atenía a la puesta en guardia de una Pitia, con la capacidad de compensar sus fallas y tendencias autodestructivas. Frente a eso, como subraya Nietzsche, el concepto moderno de nacionalidad parece ridículo, porque la nación no puede ser solo unidad mecánica visible en su aparato militar y la pompa de celebraciones carentes del gran sentido artístico de las celebraciones griegas. Pitia y Sibila se convirtieron, en la Polis griega, en la expresión clara de todos los procesos auxiliares, impulsados por la voluntad griega de llegar al arte y al conocimiento, simbolizados en Apolo, dios de lo que el Estado, puesto en guardia, necesita como cura y reparación que lo mantenga en la vía del genio artístico individual y colectivo. Por ende Apolo pasa a ser también la imagen del individuo artista, que escribe grandes poemas y tragedias, del cantor ciego de la Ilíada y la Odisea y del vidente ciego que conoce el destino de Edipo. No es, por lo tanto, la noción de ciudadano en el sentido moderno, que se impuso en la gran Convención que presidió la revolución francesa y cada día más desvalorizado a medida que avanza una política dedicada a desmontar todo lo que esa revolución aportó a los ciudadanos de los Estados modernos, lo que se integra al Estado griego como su principio constituyente, sino la noción de individuo que se esfuerza sin descanso en recrear nuevas configuraciones, con nuevos individuos que le dan permanencia y continuidad al Estado y a sus proyecciones en todas las manifestaciones de música, tragedia y artes plásticas o del espacio, que proyectan su belleza como bienestar real de la vida cotidiana del pueblo en la antigüedad griega. Disposiciones apolíneas que no carecen de misterio, esencial para los griegos en la relación cultural del individuo y el Estado; es como si una mano invisible, dice Nietzsche, extrajera individuos en medio de peleas, guerras, avalanchas y multitudes al mismo tiempo de espectadores y actores de la política, del arte, de la tragedia, del conocimiento filosófico y del saber del destino que se padece y desgarra. Nietzsche frente a lo apolíneo y en interrelación mutua hace intervenir lo dionisíaco que a partir del saber de Apolo puede llevar al individuo a penetrar en los Misterios y participar de la embriaguez estática del conocimiento. Aunque no todos los individuos llegan a esa potente integración de lo apolíneo con lo dionisiaco, los que lo logran pueden, gracias al lenguaje artístico, hacer participar a la gran masa, que se queda apenas en el atrio del conocimiento, de la belleza metafísica de los Misterios, que son las seducciones y amenazas de Dionisos que los iniciados trasmiten a los no iniciados, y logran que se expandan en el demos las ilusiones, negadoras del desgarramiento y de la muerte, para que puedan todos los individuos acogerse a la sombra protectora del Estado. En eso consiste el gran subsuelo de toda la vida artística griega que permite convertir en belleza y goce lo trágico de la existencia, condenada a la destrucción y a la muerte. Y es ahí donde la mujer como reflejo mítico e idealizado de la divinidad, interviene como la gran reparadora materna del gran dolor de la individuación, del terror de la unidad rota, con sus estremecimientos voluptuosos y la esperanza de la recreación. Es ahí donde surge la gran idea de una Pitia, sacerdotisa de Apolo en Delfos, trasmisora del oráculo que previene a los hombres sobre su destino, consuelo metafísico de lo inevitable, que los escogidos pueden sumarlo al canto de alegría de Dionisos, que vela la facies del mundo lacerado, y a la caricia de Deméter ‘diosa madre’ de la agricultura, nutricia de la tierra, que preside el ciclo vivificador de la vida y la muerte, junto a su hija Perséfone figuras centrales de los Misterios Eleusinos que precedieron al panteón olímpico, modelo del Estado naciente. Momento que escoge Nietzsche para mostrarnos que la naturaleza, ligada al nacimiento de la tragedia produjo los dos instintos fundamentales de lo apolíneo y lo dionisíaco, que desde los extremos opuestos de la razón y la pasión, en su sentido originario de sufrimiento y desgarramiento, principios aparentemente enemigos, que en común secreto dan nacimiento a todo lo nuevo, en la vida y en el arte, y producen una luz de esperanza en el eterno duelo de Deméter por la separación de su hija Perséfone, raptada por Hades y convertida en reina del imperio de la muerte. Duelo muy bellamente trabajada e ilustrada por Durero en su grabado Melancolía I. Una gran figura de mujer con alas, aparente madre de un niño con alas que figura a su lado, es decir una diosa, y me atrevo a pensar que Durero como gran artista del Renacimiento, sabía del duelo eterno de Demeter y pudo influir en su representación de una tristeza cuya eternidad simboliza con el gran reloj de arena que acompaña la figura, y a cuyos pies dibuja el compás y otros instrumentos de la ciencia, y la técnica marcando la relación entre el conocimiento y la melancolía. Resulta curioso que el grabado en cuestión reciba su nombre de un rótulo que en él nos muestra un murciélago, y que contiene la inscripción Melancolía I. Erwin Panofsky afirma que la melancolía era el primero de los humores y de ahí el número que lleva asociado en la obra de Durero. Los otros serían la cólera, equivalente al verano, el mediodía y la edad viril. La flema, relacionada con el invierno, la noche y la ancianidad. La sangre, asociada a la primavera, la mañana y la juventud. La melancolía, sería el otoño, el atardecer y la edad madura, de la sabiduría de Minerva que decían griegos y romanos: el búho de Minerva se posa al atardecer. También nos remite a un pensador renacentista, Cornelius Agrippa, quien afirma que el ser humano recibe de lo alto sus mayores dotes espirituales e intelectuales, bien a través del sueño, bien por medio del “furor melancholicus”. Y Continúa Agrippa como buen renacentista repitiendo lo de la creación del individuo como los griegos antiguos por la imaginación artística o por el pensamiento científico y filosófico que los capacitaba para el Estado y, también, por la intuición premonitoria cuando se trataba de comprender los secretos de la divinidad. Desde este punto de vista la melancólica mujer alada de Durero sería simultáneamente Demeter, Ceres para los latinos, Atenea, Minerva para los latinos y Pitia.
Y retrocediendo a Grecia, no tan antigua, Aristóteles había dejado escrito que “todos los hombres verdaderamente sobresalientes, ya sea que se hayan distinguido en la filosofía, en la política, en la poesía o en las artes, son melancólicos”. La melancolía sería, pues, un grado, de la genialidad que inspiró a los grandes creadores de las tragedias griegas cuyos coros tenían un efecto musical de acompañamiento del dolor de los héroes, anticipadamente vencidos en su lucha contra el destino trazado por el oráculo y trasmitido por la Pitia como Edipo, como Orestes y tantos otros. Y Panofsky también alude a la geometría, uno de los estudios básicos de la Paideia, que está representada por Durero a través del instrumental y de los sólidos que imponen en el grabado su presencia.
Y no podemos terminar sin hacer referencia al hecho que tanto el mito Demeter como la Melancolía I de Durero pudieron participar en la inspiración de Freud en su gran trabajo Duelo y melancolía, trabajo que demuestra que hay un objeto originariamente perdido y eternamente recuperado en el inconsciente, duelo que le da a la vida un aura de tristeza pero también el impulso reparativo y creativo de la sublimación, como con tanta precisión nos lo explica Estanislao Zuleta en su estudio sobre el pensamiento de Freud al final de su vida.
Bibliografía
Freud S. Duelo y melancolía 1917 e Amorrortu Editores Buenos Aires
Nietzsche F. La naissance de la tragedie 1871 Gallimard París 1977
Nietzsche F. Fragments posthumes 1869-1872 Gallimard París 1977
Zuleta Estanislao El pensamiento de Freud al final de su vida Editorial Latina Bogotá