Desconcierto de los ciudadanos ante una cultura en migajas

Ignacio Ramonet: “Una Cultura en Migajas”. En: Le Monde Diplomatique. Paris. Julio 1987. Pags. 18, 19, 20.

Traducción: Estanislao Zuleta

La sociedad contemporánea continúa viajando en el bullicio de la modernidad, sin metas definidas, sin finalidades precisas y sin una clara representación de su futuro (1). ¿Cuánto tiempo demorara todavía economizarse una reflexión profunda sobre la naturaleza de la crisis que atraviesa?  Porque nosotros estamos a punto de salir de un universo de determinismos simples, mecanicistas, para entrar en un mundo de complejidad en el que la incertidumbre, la estrategia, la innovación y la cultura, aparecen fuertemente vinculadas. Pero su imbricación sigue siendo altamente enigmática. Comprender ha llegado a ser en estos tiempos de crisis una encrucijada capital.

Todo el mundo puede constatar, por ejemplo, que los grandes equilibrios económicos dependen menos de las decisiones centrales que de mecanismos de regulaciones extremadamente delicadas, determinadas a menudo por lo que se suele denominar el “Mercado Internacional”. El crecimiento débil en una economía abierta ha hecho temblar a una sociedad que tiende a explotar, que se delimita demográficamente, y condena a los responsables políticos a conducir estrategias a largo plazo cuando se trata de problemas urgentes. Las decisiones se hacen casi a ciegas y los gobiernos administran a ciegas, como dice Simón Nora: “Nadie sabe hoy cuáles son los impulsos que vienen del centro y que desatan los crecimientos o inversamente” (2). Las crisis consisten también en la incapacidad mental para medir sus dimensiones.

Los efectos del progreso y las consecuencias sociológicas de la expansión que tuvo lugar durante los “Treinta Años Gloriosos” (1945 – 1975) –El éxodo rural y la descristianización, los cultos del ocio y la liberación de las costumbres, la explosión de los medios audio–visuales, {las redes sociales de la era actual, R.C.} y el frenesí del consumo–, han hecho saltar las estructuras espirituales seculares y han arruinado las referencias culturales –Nuestra propia Etnocultura– que eran muy antiguas. El crecimiento del nivel de vida, los progresos en el campo de la salud, la modificación de la idea de felicidad, ha conducido a una suerte de relajamiento y de abandono de los valores que irrigaban antes el conjunto del cuerpo social. La internalización creciente de la economía y de la cultura han destruido cada vez más los marcos nacionales: “El patriotismo hoy ha desaparecido  –observa Alain Touraine– puesto que antes reposaba sobre la identificación del Estado y la sociedad” (3). La sociedad se ha encontrado no solamente sin crecimiento sino también sin proyectos.

La aceleración del ritmo de la mutación tecnológica modifica por contacto, por frotamiento, todas las actividades. Asistimos de hecho a una modificación profunda en el universo de la información, a una desmaterialización creciente de las actividades, tanto económicas (Explosión de los Mercados Financieros) como culturales (Hegemonía de las nuevas televisiones). {Pero también de los computadores, tabletas y celulares de la era actual. R.C.}.

“No creer a nuestros ojos, creer a nuestro cerebro”

Así, despojados de las indispensables referencias culturales, extraviados, nos enfrentamos a esta larga crisis en la peor de las condiciones mentales. Ahora bien, la nueva jerarquía de los Estados que se dibuja hoy, se funda menos sobre el poder militar para el control de las materias primas, que sobre una actitud del espíritu para aprehender la expansión de las mutaciones tecnológicas, para discernir la importancia de los mercados exteriores y para imaginar una política social de cambio.

¿Seremos capaces de responder a tantos interrogantes?  ¿De comprender las lógicas que estructuran el dédalo de la crisis?  Parece claro que nuestros bloqueos son de orden cultural: “Hoy –constata Simón Nora– el verdadero problema consiste en operar, en una sociedad traumatizada por el ritmo de la innovación, el desbloqueo de los problemas socio-económicos, es decir, los problemas culturales en el más amplio sentido” (4).

Para iniciar este “Desbloqueo” sin duda conviene reconsiderar, con una mirada crítica, el hilo de la construcción de nuestros principales parámetros lógico-culturales. Porque si el ciudadano ha soportado el reciente hundimiento de los valores más antiguos y a menudo ha celebrado estos como una liberación, es porque al mismo tiempo los reemplaza por ciertas creencias esenciales   –el progreso, la ciencia– fundadas sobre la omnipotencia de la razón.

El retorno de la razón en el campo de la cultura europea data de finales de la Edad Media, mil años después del hundimiento de los ideales greco–latinos bajo el modelo judaico–cristiano. Es, en efecto, en los siglos XV y XVI cuando se produjo el enfrentamiento entre la cultura greco–latina y la tradición judaico–cristiana. A este choque se le dio el nombre de “Renacimiento”. Dos conceptos agudamente antagónicos –la fe y la razón– chocaron en ese entonces frontalmente. La fe exigía el respeto literal de las escrituras sagradas, expresión venida directamente de Dios. Estaba en la base de la disciplina que era la reina por ese entonces: “La Teología”. La cual vigilaba de la ortodoxia de todas las formas del pensamiento y además castigaba severamente las desviaciones (Excomuniones, hogueras, inquisición, suplicios…). Guardiana de la interpretación de los textos, la iglesia imponía los dogmas, organizaba las vidas, reinaba sobre los espíritus, dictaba las normas de la estética, de la moral y del derecho. En el Renacimiento se hizo sonar la campana de la supremacía absoluta de la Teología. La emergencia del pensamiento tradicional fuera de las universidades (5) favoreció la distinción entre filosofía y religión, entre humanismo y cristianismo.    

El humanismo hará del hombre “La medida de todas las cosas”, el sujeto central del universo que tiene vocación de dominio. La verdad lógica, resultado de la deducción, va a oponerse desde entonces a la verdad dogmática, fruto de la revelación. El humanismo se expande con una fuerza tanto mayor cuanto se nutre de la potencia científica y tecnológica. Galileo y Leonardo da Vinci, se abandonan a una tarea propiamente laica: “Dominar la Naturaleza”.  

El progreso llegó a ser así una nueva religión, la que aspiraba a procurar la felicidad sobre la tierra. La ciencia aportó una nueva lucidez aconsejando, paradójicamente: “No creerle a nuestros ojos, creerle a nuestro cerebro” (6).

En el siglo XVIII: “La Edad de las Luces”, para concluir con la ruina de las supersticiones así como con las religiones y los poderes arbitrarios, se edificó un sistema de pensamiento: “El Racionalismo”. Todo lo que existe, decretó el Racionalismo, es inteligible, y a la luz de la razón el universo debe develar uno a uno sus enigmas. El universo contempla también a los hombres y la forma como son gobernados –deben serlo por leyes racionales–. La razón colectiva debe regir a la ciudad y a los individuos (Provistos de una libertad y una dignidad nuevas), a esto se le llamará: “Democracia”. El Racionalismo –El de los Enciclopedistas franceses en particular– alcanza su máxima realización política al proponer “El Habeas Corpus”, y el inspirar “La Declaración de los Derechos del Hombre”, lo que desata las Revoluciones Americanas y sobre todo la Revolución Francesa.

Pero la tiranía de la razón –tanto como su sueño– puede engendrar monstruos. El terror bajo la Revolución Francesa aparecerá como una expresión de intolerancia de la razón, así como  la Inquisición expresaba la intolerancia de la fe: “Teme a los profetas y a aquellos que están dispuestos a morir por la verdad, porque de ordinario lo que ocurre es que hagan morir a muchedumbres con ellos, a menudo antes que ellos y con frecuencia en su lugar”. Así advertía en el siglo XIV el inquisidor Guillermo de Baskerville, héroe ejemplar de la moderna novela de Umberto Eco: “El Nombre de la Rosa” (7).

Los progresos de la ciencia y de la técnica a lo largo del siglo XIX confirmaron la potencia del orden racional. Favorecieron la expansión conquistadora de Europa fuera de sus fronteras. El triunfo del Racionalismo europeo vino a significar, paradójicamente, para otros pueblos de la tierra una catástrofe cultural (8). Gracias a la temible fuerza de su maquinaría militar, las potencias europeas esclavizaron, colonizaron, explotaron a los hombres de los otros continentes. Numerosas culturas no pudieron ver del genio del racionalista más que su arrogancia, su suficiencia y su insolencia, antes de perecer por el hierro, el fuego y la sangre.

La fuerza de la razón produjo algunos valores universales: La Libertad, los Derechos del Hombre, la Democracia. Sucesivas crisis de oscurantismo permitieron a los espíritus valientes, luminosos, oponerse a las tinieblas e imponer los ideales de fraternidad e igualdad. La más importante de esa crisis fue: “L’affaire Dreyfus”, lo que dio nacimiento al intelectual moderno en la figura de Emile Zola, comprometido con la transformación científica de la sociedad y, al mismo tiempo, firmemente adherido a los principios de solidaridad y de promoción social.  

La razón, la ciencia, el impulso de la tecnología y del maquinismo, están también en el origen de la formidable expansión de la industria en el siglo XIX, del colosal enriquecimiento de las burguesías capitalistas, del nacimiento de la clase obrera y de su implacable explotación. Solidaridad y libertad de una parte, explotación y desigualdad por la otra: Dos vías que salieron del mismo foco racionalista, que se oponen enfrentándose, escinden la sociedad: ¿Cómo beneficiar al conjunto de los ciudadanos de los aportes de la ciencia y del progreso industrial sin que tengan que sufrir sus disensiones sociales particulares?

Fue este el presupuesto que todas las teorías socialistas trataron de resolver en el curso del siglo XIX: Poner los avances de la ciencia y de la tecnología al servicio de la liberación del hombre, y a favor de su máxima expansión espiritual. Fourieristas, anarquistas, socialistas y comunistas, trataron de imaginar sociedades científicamente estructuradas, ampliamente igualatorias, en las cuales el progreso técnico hiciera posible la satisfacción de todas las necesidades y trajera consigo la desaparición de las tensiones entre los individuos, permitiéndoles alcanzar la felicidad sobre la tierra. Lo real y lo racional no eran más que uno. La historia realiza una racionalidad permanente: “La única idea que aporta la filosofía –dirá Hegel– es esta idea simple de la razón, dado que la razón gobierna al mundo y, en consecuencia, la historia universal es racional”. Karl Marx, mejor que nadie, analiza las características de la sociedad capitalista y, a nombre de esta racionalidad de la historia, anunció el advenimiento del Comunismo, una sociedad tan perfecta, tan bien aceitada como una bella máquina. Marx, en una página admirable de Jean Jaures, ha declarado que: “Hasta aquí las sociedades humanas no habían sido gobernadas más que por la fatalidad, por el ciego movimiento de las fuerzas económicas: Las instituciones, las ideas, no han sido obra consciente del hombre libre, sino reflejo de la inconsciente vida social en el cerebro humano. Nosotros estamos todavía –según Marx– en la prehistoria. La verdadera historia humana no comenzará verdaderamente sino cuando el hombre, escapando de la tiranía de las fuerzas inconscientes, gobernará por su razón y su voluntad de producción” (9). En el curso del largo siglo de industrialización, el movimiento obrero va a ocupar un sitio central, dinamizando el conjunto del sistema social, llevado por el ideal irreversible de la conquista de la felicidad, por una posición radicalmente optimista de la filosofía de la historia.

Ya a comienzos del siglo XX se desata la ola de las revoluciones. Ante todo la Revolución Soviética, luego de una forma muy singular la Revolución Mexicana; enseguida, luego de la Segunda Guerra Mundial, todos los continentes son alcanzados: La China, Cuba, y en el conjunto del tercer mundo se producen revoluciones anti–colonialistas y anti–imperialistas. El Racionalismo modernizador de la Revolución de Octubre se impone como universal, produce por todas partes los Estados Voluntaristas: “Cuyo objetivo principal es la transformación de la sociedad, apoyarse en sus tradiciones y estructurar sus formas de organización, con el fin de hacer penetrar por la fuerza, gracias a la acción de las élites dirigentes, la modernización” (10).

Este modelo autoritario se imponía al modelo del capitalismo liberal, fundado en la idea de que las sociedades producían naturalmente su propia modernización, ya que era suficiente “Dejar pasar”, y que mientras más se impulsará la producción, más se desarrollaría la economía, al mismo tiempo, más se expandirían las libertades sociales, culturales y políticas.   

En Europa, la racionalidad científica y técnica, así como aberrantes racionalizaciones políticas, lanzaron los Estados a verdaderas carnicerías monstruosas en el curso de las dos Guerras Mundiales. Las peores represiones del espíritu   –Auschwitz, la Goulag– se producen a nombre de la razón política y de la ciencia materialista.

De la ciencia, el ciudadano esperaba un dominio de la naturaleza que, al crear mejores condiciones de vida, debería sobre todo, posibilitar al hombre –Liberado de las más duras necesidades– disponibles para la vida interior y las más altas actividades de la cultura. Ahora bien, la ciencia ha desarrollo la violencia, al crear armas terriblemente carniceras.

La decepción es brutal, el hombre teme haber jugado al aprendiz de brujo al poner en peligro su propia especie. Hasta el punto que algunos intelectuales, como André Malraux, llegaron a preguntarse: “El problema que se nos plantea a nosotros hoy, está en saber si en ésta vieja tierra de Europa, sí o nó, el hombre ha muerto” (11). Y Paul Valéry, en un célebre texto, constatará: “Nosotras las civilizaciones sabemos ahora que somos mortales; habíamos oído hablar de mundos desaparecidos por completo, de imperios que se habían venido a pique con todos sus hombres y todos sus aparatos; descendidos al fondo inexplorable de los siglos, con sus dioses, sus leyes, sus academias, sus diccionarios… Nosotros vemos ahora que el abismo de nuestra historia es suficientemente grande para todo el mundo. Sentimos que una civilización tiene la misma fragilidad que una vida” (12). La idea aparece ya, la ciencia nos puede conducir al desastre, a la barbarie. Y luego el avance de las armas nucleares, que pueden conducir a la tierra a la Edad de Piedra, o incluso, simplemente, dispersarla en polvo entre los vientos intergalácticos.

Una forma corriente de vida cotidiana

Después de la Segunda Guerra Mundial, Europa quedo “Devastada y sangrante” es dividida, vencida, destruida. Sus antiguas colonias volvieron a encontrar en los continentes del sur el dominio de su destino. La descolonización recentra a Europa –Amputada, desvencijada, culpable–, se vuelve a centrar sobre sí misma y obliga a los Estados que la componen a buscar un modo de concentración entre sí. Los siglos de hostilidades, de guerras fronterizas, de rivalidades militares y de odios, se esfumaron. Por primera vez, luego de la expansión marítima y de los grandes descubrimientos de los siglos XV y XVI, Europa queda en Europa.

Todo este período de descolonización, hasta los comienzos de los años setenta del siglo XX, es también el de un extraordinario impulso económico. Estos tres acontecimientos –guerra, descolonización y expansión económica– provocaron un fenomenal choque cultural. Los campos se despoblaron, los campesinos y los artesanos desaparecieron, las mujeres entraron masivamente en el mundo del trabajo, millones de inmigrados se establecieron en Europa. El modelo de civilización urbana llegó a ser la norma en todas partes, expandido por los grandes medios de comunicación de masas, la radio primero y luego, sobre todo, la televisión, principalmente desde 1954. {Y modernamente el uso masivo e incontrolado de computadoras, tabletas y celulares. R.C.}

El efecto de los medios de comunicación de masas es capital: Ellos impusieron el modo general de vida; armonizaron los comportamientos, el vestuario, el mobiliario; determinaron las compras, las actividades de tiempo libre, en resumen, ellos dictaron la nueva manera de vivir. Una forma masificada de vida cotidiana se generalizó desde comienzos de los años sesenta del siglo XX, que rápidamente vio golpeadas las familias por la revolución de las costumbres, la libertad sexual apareció masivamente, los nuevos problemas de soledad, de afectividad, de hastío, de dificultad de vivir, de delincuencia juvenil…

Durante estos años de crecimiento, la enseñanza secundaria se generalizó… [En los países europeos, con muy pocas excepciones, está por encima del 95% de la población. E.Z.], pero al mismo tiempo el nivel de los estudios se hundió. Porque como explicaba, Michel Henry: “Un ejército de maestros no calificados, reclutados de afán, para encuadrar el flujo de alumnos, se encontró de pronto titularizable y titularizado. Y por ello mismo, los maestros eran tan incultos como sus alumnos” (13).

La universidad, a consecuencia de la “Revolución de Mayo de 1968”, fue conmovida también en sus certidumbres más profundas y obligada a una enseñanza de masas. Entrada en la “Era de la Sospecha” y profundamente alcanzada por la duda, va a liquidar los saberes antiguos, las enseñanzas humanísticas, a nombre de una improbable modernidad. De cierta manera, en el “Desastre Educativo Global” de la sociedad contemporánea, la universidad perdió su alma, y como lo constata, Michel Henry: “Si arte, ética y religión, constituyen de toda cultura su contenido esencial, ¿Qué puede significar una enseñanza que las ignora a las tres, una universidad que se da el lujo de economizarse la cultura” (14).

Así, al mismo tiempo, en el curso de los años de 1960 en adelante y bajo el efecto de los medios de comunicación de masas y de su crecimiento, la cultura antropológica –la de los campos y la del artesanado, la de las ferias y la de las aldeas– fue barrida y reducida al rango de nostalgias en las rústicas residencias secundarias y la cultura cultivada –la de las humanidades, la de los clásico literarios– fue arruinada por el desmantelamiento del sistema educativo, vaciado de su sustancia, a nombre de una democratización por lo bajo. Dos culturas quedaron frente a frente, pero situadas a galaxias la una de la otra: La cultura científica y la cultura de masas (15); entre ellas, ningún puente.

La nueva teología de los tiempos actuales

La ciencia, nueva teología de los tiempos modernos, conserva la única legitimidad de la verdad. Todos le dan la razón. Altiva y soberana, impone sus conclusiones a todos los mortales. Nadie sabe hoy contradecirla. La cultura científica exige la especialización y produce una suerte de vértigo del conocer por el conocer, que la conduce a no interrogarse sobre sí misma, sobre sus poderes, sobre sus excesos. El prestigio de esta cultura ha producido en nuestras sociedades el culto al experto, que se encuentra hoy en todos los campos de la vida social y que tiene en todas partes autoridad. Se trata de una superstición moderna, porque como explica, Edgar Morin: “Un experto es un hombre capaz de resolver un problema del que ya se conoce la solución en el pasado; pero es completamente impotente ante un problema nuevo” (16). El experto es característico de un mundo fascinado por la presunta cientificidad de la especialización. “Un experto –dice Cornelius Castoriadis– sabe cada vez más sobre cada vez menos”. Y agrega: “La especialización acelerada desmiente todos los discursos sobre la necesidad de la transdisciplinaridad” (17). Edgar Morin, es todavía más nítido: “La hiperespecialización generalizada trae consigo el cretinismo ideológico generalizado” (18).

La ciencia tiene hoy necesidad de hombres de vasta cultura, capaces de practicar efectivamente la pluridisciplinaridad, para responder a los graves problemas de deontología, que no deja de plantear y que los nuevos descubrimientos la obligan a plantearse cada vez más. No es el experto o el especialista el que podría responderles, porque estos no saben ni siquiera que ellos no saben nada. La ciencia para buscar inquietar a los ciudadanos y permanecer independiente de los poderes políticos, debe tomar el punto de vista “Del sabio, del que ha encanecido en medio de los textos y las conductas; del que el saber ha descendido a los cuerpos, a la vida, a la muerte, a la relación con los otros; y se ha afirmado en la experiencia ejemplar adquirida por los libros y la meditación” (19). [Tenemos pues, dos culturas: La cultura científica, cerrada en especializaciones, inaccesible al profano y ella misma incapaz de autocriticarse y pensarse y la cultura de masas. E.Z.]

La cultura de masas provoca en la sociedad un desconcierto todavía mayor. Tanto más, que en su cantidad innumerable las informaciones que la constituyen se destruyen sin cesar entre sí, se enredan las unas con las otras y se transforman en “Ruido”. Esta cultura, que ha llegado a ser ampliamente dominante en los países desarrollados, invadió el espacio del tiempo libre, integrando en su campo prácticas muy diversas como el cine, la televisión, la música de variedades, las tiras cómicas, la publicidad, los deportes {Y en nuestra era, con las modernas tecnologías, incluye todo la anterior y mucho más: La comunicación estereotipada, no verbal y fragmentada. R.C}. de todas estas prácticas es, desde luego, la televisión la que ejerce la más grande influencia. {Este escrito e anterior al auge de las redes sociales, las cuales tienes ahora mayor influencia, en particular en los jóvenes, que la televisión. R.C.}. Su hegemonía cultural es absoluta, ha conmovido por completo el campo visible de lo social. Para ella, a causa de ella, todo ha llegado a ser espectáculo: La economía y la información, el deporte y la literatura, la política y la religión. Maldición para lo que no tenga imágenes. Como dice el sociólogo americano, Neil Postman: “Lo que no es televisable no existe para la televisión” (20). {Lo que no figura en las redes sociales simplemente no existe. R.C.}.

El consumo de imágenes de las pequeñas pantallas – ¿Hay que recordarlo? – ocupa un sitio central en el universo cultural de los ciudadanos, que le consagran cada vez más tiempo: “Veintiuna horas por fin de semana, en el caso de los alumnos de los barrios de París, pasan frente al televisor” (21). {Por lo menos doce horas diarias, en un 25% de la población, para el caso de las redes sociales. R.C.}. El empobrecimiento cultural que esto trae consigo es abrumador: “El público, privado de referencias estéticas, tiende cada vez más a abordar el arte bajo el ángulo de la diversión y el escándalo” (22), porque “Los medios de comunicación hablan principalmente de los medios de comunicación, anuncian lo que en ellos va a producirse, describen lo que en ellos se ha producido, y también los que van allí a presentarse, los que vienen presentándose: Los cantantes, los hombres políticos, los aventureros de todo género, los campeones de todos los deportes. Todos aquellos hacia los cuales se tienden los micrófonos, los nuevos clérigos, los verdaderos pensadores de nuestro tiempo. Y con ellos y siempre, y siempre nuevamente y siempre nulamente, lo sensacional, lo insignificante, el materialismo ambiente, la vulgaridad, el directo, el pensamiento reducido a clichés, el lenguaje a onomatopeyas, la palabra, que al fin ha sido dada a aquellos cuyo discurso tiene la seguridad de ser escuchado: Los que no saben nada y los que no tienen nada que decir” (23).      

En un mundo que se ha vuelto demasiado complejo, pues las medidas de esta complejidad se han multiplicado y entrecruzado, los medios de comunicación de masas en general, y la prensa en particular, llenan cada vez menos su papel, renuncian al deber de elucidación, de profundización, de proposición. Se limitan, lo más a menudo, a una lectura “Impresionista” de la crisis; la mirada subjetiva reemplaza el indispensable análisis. Tratan de reducir, de aplanar, allí dónde convendría al contrario, problematizar.

Una gran parte de la duda y de las incertidumbres de hoy, procede del hecho de que cada uno permanece restringido en su dominio del saber, en el campo de sus prácticas, y no tiene ni siquiera la curiosidad de mirar y de comprender lo que se hace en otras partes.

También los responsables políticos –elegidos según los criterios, cada vez más mediáticos por los ciudadanos sumergidos en la cultura de masas– poseen muy raramente capacidades intelectuales y conocimientos científicos indispensables para tomar decisiones y afrontar las crisis. Deben rodearse de consejeros y de expertos, de los cuales esperan que les informen sobre los graves problemas del mundo y de la sociedad. Estos “Consejeros de Príncipes” están en el origen de la mayor parte de las grandes decisiones en materia política, económica, y militar, de nuestros gobernantes. ¿Esto debería tranquilizar a los ciudadanos?  Incluso si los expertos no han sido elegidos, ¿Su ciencia no es garantía suficiente para probar la justeza de su elección? No, dice el filósofo Castoriades, porque “Si los políticos son ignorantes y lo saben, son conducidos por consejeros que en regla general han sido llevados a la administración y a los gabinetes políticos porque su rendimiento científico personal era despreciable. Ellos son a la verdad científica lo que los críticos son a la creación literaria” (24).  

En estas condiciones el Neoliberalismo –activo y rampante– de las sociedades occidentales aparece mentalmente incapaz de medir la amplitud de las crisis. El viene a agravarlas, introduciendo nuevas dosis de irracionalidad en los cambios económicos, favoreciendo cada vez más la economía de la especulación financiera a expensas de una economía real, o instituyendo   –en plena contradicción con sus propios principios– un proteccionismo multiforme de nuevo tipo.

Frente a él, otras teorías parecen igualmente agotadas, en particular el voluntarismo de estado y los modos autoritarios de desarrollo. En Rusia, modelo de estado voluntarista, las reformas del señor Gorbatchev, son una crítica de la parálisis económica, social y cultural. Así, los más ortodoxos herederos del racionalismo modernizador, tienen la mayor dificultad para aprehender las múltiples complejidades del mundo. En tanto que fuerza histórica, portadora de utopías, el racionalismo está allí en los hechos, reducido por otras corrientes que se le han filosóficamente opuesto. Y se ve aquí y allá, seis siglos después de la revolución humanística, como la fe vuelve a salir victoriosa sobre la razón. En los Estados Unidos, por ejemplo, donde ha surgido con la fuerza que se conoce al integrismo puritano que encarnaba el señor Reagan; o bien, en el Irán, en Pakistán, y en muchos países árabes en los que el fundamentalismo musulmán moviliza en profundidad a las sociedades.      

Así, de mil maneras, se han planteado las cuestiones políticas directamente ligadas al universo cultural, que sitúan al hombre de razón ante dilemas nuevos, ante lo que los científicos llaman: “Indecidibles”. Por ejemplo, Alain Touraine –pensando, tal vez, en el problema de Afganistan– formuló uno de estos “Indecidibles”,  en los siguientes términos: “Hay que defender el universalismo de la razón y el progreso, ¿Pero entonces, será que nos arriesgamos a identificarnos con los intereses de los países dominantes?  O bien, al contrario, hay que justificar la defensa de las especificidades culturales, ¿Pero entonces, nos arriesgamos a apoyar regímenes autoritarios y teocráticos, los cuales apelan a estas creencias para mantener un poder del terror retrogrado y corrompido?” (25). [Un “Indecidible”: Cómo decidir en Afganistan, si se apoya el progreso y la razón, entonces se termina apoyando una invasión soviética y si se la combate, entonces se termina apoyando una teocracia terrorista musulmana. Este es sólo un ejemplo, pues cada vez aparecen más y más indecidibles. E.Z.].

Se podrían formular otros “Dilemas Indecidibles”, como por ejemplo: ¿Hay que renunciar a las recientes mutaciones tecnológicas y a la potencia que ellas permiten?  O ¿Al contrario, hay que dejarlas desplegarse y amenazar la libertad y la seguridad de los ciudadanos?

Es por ello que tales cuestiones se han multiplicado en todos los dominios de las actividades del hombre y por lo tanto han permanecido sin respuestas, por lo que el mundo aparece hoy sin respuestas contundentes: Las crisis se han vuelto inexplicables.

¿Es esto culpa de los intelectuales, cuya función es la de interrogar al mundo y testimoniar por los hombres?  Esto es poco dudoso, inclusive si Edgar Morin, encuentra en última instancia y para ciertos de entre ellos, una excusa considerable: “Formidables presiones profesionales, tecnológicas, científico-disciplinarias, tienden a reducir y a destruir el rol del intelectual de hoy. El especialista es incapaz de pensar el conocimiento, del cual solo posee un fragmento, y es incapaz, no solo de pensar lo que engloba su especialidad, sino que incluso, su especialidad misma; el técnico es a su vez incapaz de pensar, no solamente lo que excede su técnica, sino también su propia técnica; en científico es incapaz de pensar no solamente la sociedad, sino también su ciencia. La anulación de los grandes problemas produce la nulidad intelectual, y el gran mérito de los intelectuales, inclusive en su peor incompetencia, es al menos reconocer la existencia de los grandes problemas” (26).

La identificación misma de estos grandes problemas, representa una tarea muy ardua para el ciudadano de hoy; porque su saber está en migajas, reducido sin método a los impactos de la cultura de masas, o colocado en los fosos de su especialización científica. Sin embargo, comprender la crisis constituye una encrucijada intelectual mayor. Y esto exige, de cada ciudadano, un indispensable esfuerzo… Para lograr una mejor manera de pensar.    

   

NOTAS

(1). Le Monde Diplomatique. Número anterior, el ensayo de Claude Julien: “Los Políticos Enfermos de Cultura”. Junio. 1987.

(2).Simón Nora. “¿Qué Perspectivas Quedan Hoy?”. Perspectiva económica 2005. Paris. 1987. P. 38

(3). Alain Touraine. “¿La Sociología es aún el Estudio de la Sociedad?”. Los Científicos Hablan. Hachette. Paris. 1987. P. 205.

(4). Simón Nora. Obra Citada. P. 39.

(5). Ninguna de las 22 universidades francesas, que persistían a finales del antiguo régimen, había sabido participar y ni siquiera seguir, al movimiento científico que se esbozó desde el siglo XVI y que condujo al Siglo de las Luces. “¿Dónde va la Universidad?”. Informe del Comité de Evaluación Nacional. Gallimard. Paris. 1987. P. 21.

(6). Albert Jacquard. “Lenguaje Científico y Discurso Político”. Los Científicos Hablan. P. 14.

(7). Umberto Eco. “El Nombre de la Rosa”. Libro de Bolsillo. Paris. 1985. P. 613.

(8). Edgar Morin. “Pensar a Europa”. Gallimard. Paris. 1987. P. 124.

(9). “La Historia Socialista”. Librería de la Humanidad. Paris. 1908.

(10). Alain Touraine. Obra Citada. P. 229.

(11). Andre Malraux. “Conferencia de la Unesco”. Fontaine. Paris. 1946.

(12). Paul Valéry. “Variedades III”. Gallimard. Paris. 1936.

(13). Michel Henry. “La Barbarie”. Grasset. Paris. P. 215.

(14). Michel Henry. Obra Citada. En le Monde Diplomatique. Paris. Marzo de 1987. P. 27.

(15). Edgar Morin. “Sociología”. Fayard. Paris. 1984. P. 341.

(16). Edgar Morin. Obra Citada. P. 63.

(17). Cornelius Castoriadis. “¿Caminos Sin Salida?”. Los Científicos Hablan. Obra Citada. Paris. P. 279.

(18). Edgar Morin. Obra Citada. P. 64.

(19). Michel Serres. “Intervención”. Perspectiva Económica 2005. Paris. 1987. P. 45.

(20). U.S. News and World Report. Diciembre 23, 1985.

(21). Michel Henry. Obra Citada. P. 244.

(22). Bruno Lussato. Gérald Messadié. “El Herbor de la Cultura”. Laffont. Paris. 1986. P. 133.

(23). Michel Henry. Obra Citada. P. 249.

(24). Cornelius Castoriadis. Obra Citada. P. 275.

(25). Alain Touraine. Obra Citada. P. 224.

(26). Edgar Morin. “Pensar a Europa”. Obra Citada. P. 186.