Miembro titular de la Sociedad Colombiana de Psicoanálisis
Nietzsche: tú lo has hecho dice mi memoria. Tú no has hecho dice mi orgullo. La memoria cede.
Podríamos decir que el psicoanálisis surge de una pregunta sobre la culpabilidad. La culpabilidad expresada por Sigmund Freud en sus sueños con ocasión de la muerte de su padre octogenario, con el cual había llevado una magnífica relación, tanto más especial cuanto que fue un hijo que llegó al mundo cuando los hermanos de un matrimonio anterior eran adultos. Cuando Freud hace el autoanálisis de esos sueños descubre el complejo de Edipo como fuente de la oscura culpa que portamos todos los humanos desde que somos conscientes de nosotros mismos.
A partir de ahí todas las teorías que se fueron desarrollando para explicar los diferentes comportamientos de hombres y mujeres, niños y adultos, padres e hijos, enfermos y sanos, tienen algo que ver con la conciencia de culpa o con el sentimiento inconsciente de culpabilidad. El concepto de una falta no relacionada con el nacimiento sino con la inscripción del recién nacido en la familia y a través de ella en la cultura, y el malestar derivado de ese hecho, dominan también el pensamiento de Freud al final de su vida. Pero es en dos páginas, fulgurantes como todas aquellas en las que Freud da un paso de explorador heroico del alma humana, del ensayo escrito en 1913 sobre Algunos tipos característicos revelados por el psicoanálisis, donde hace la afirmación tal vez más subversiva de toda su obra: la culpa es anterior a la falta y es la génesis de la falta, en cuanto ésta expresa la necesidad de un castigo.
Afirma Freud en la tercera parte de dicho ensayo, Los delincuentes por sentimiento de culpabilidad, que “Por más paradójico que parezca, debo decir que el sentimiento de culpabilidad era anterior al delito, que no surgía de éste, sino por el contrario, el delito era su consecuencia. Era lícito denominar a estas personas “delincuentes por sentimiento de culpabilidad… La preexistencia de este sentimiento podía ser comprobada, desde luego, mediante toda una serie de otras manifestaciones y consecuencias.” (Obras Completas Santiago Rueda 1953 XVIII-133)
No deja, Freud, de reconocer al final de sus dos brillantes páginas que también Nietzsche había aportado concepciones igualmente audaces sobre la preexistencia de la culpa cuando nos presenta “el pálido criminal” en el Zaratustra.
El pensamiento freudiano se opone a las consideraciones, hasta entonces universales, que imaginan una humanidad sometida a leyes divinas y culturales ante las cuales el hombre sería proclive a la violación; el orden social tendría por función el castigo de esas faltas. En la gran inversión freudiana se afirma que más bien la humanidad y sus leyes serían el resultado de un crimen original que explicaría la existencia de los dioses y de las leyes con sus correspondientes castigos.
Por consiguiente, Tótem y Tabú no hay que leerlo como una investigación antropológica sino casi como se estudia un mito artístico que inventa una mentira para decir la verdad. Un protopadre dueño, por la razón de la fuerza, de las hembras y del botín, que reparte según su voluntad omnipotente, debió ser matado (sacrificado) para que el reparto pudiera hacerse según la ley, y no según la fuerza y el crimen. Con ese sacrificio se instaura el mandamiento básico y fundador: no matarás y sobre todo no matarás al padre aunque no te ceda su mujer, ni sus presas.
Este asunto de las mujeres, o de la mujer del padre, vincula de manera imperecedera el sexo y la ley, así el sexo esté sepultado por milenios de represión. Toda ley de reparto tiene el aroma del reparto sexual, el cual emana del insondable pozo del pasado, inaccesible a la memoria consciente. La más grave falta sería la de no respetar el reparto que determina las mujeres a las que podemos acceder y a las que no. El ocultamiento cultural y psicológico de este carácter sexual del reparto, y la ley, ha traído serios disturbios sociales y mentales; el vínculo establecido entre una cosa y otra, por el psicoanálisis, ha permitido establecer, anticipándose a toda declaración sobre derechos humanos, que el transgresor estaría mejor inscrito dentro del orden de la enfermedad que dentro del orden de la culpabilidad y por consiguiente de la moral.
Enferma, a causa de las prohibiciones, la humanidad para curar debe recuperar la memoria y hacer luz sobre sus leyes, que no es lo mismo, por supuesto, que abolir dichas leyes. De lo que se trata es de aclararle al hombre la naturaleza de su conflicto con la repartición según la ley. Generar esa lucidez, en un tiempo y unas circunstancias determinadas, es el trabajo del psicoanalista. Al realizarse esta tarea el sujeto deja de ser culpable de la contradicción, que seguirá existiendo siempre, entre sus deseos y la represión. El sujeto deberá encontrar por sí mismo la mejor forma de desarrollar o solucionar dicha contradicción en el curso de sus relaciones de amor y de trabajo, dentro y fuera del ámbito familiar.
Es por consiguiente la culpabilidad la que hay que tratar, más que la falta misma, puesto que es de aquella que proviene el sufrimiento que se desprende del combate entre el sexo y la ley. Freud propuso curar el mal de la falta y no la pretendida carencia moral de la cual la falta sería el signo; el camino a seguir para ello quedó trazado desde el comienzo mismo del siglo XX con el establecimiento del inconsciente como el lugar donde la sexualidad olvidada por la represión se transforma en acto fallido, lapsus, sueños, fantasías y transgresiones desplazadas de todo tipo que pueden llegar al crimen. El sueño, la más inocente de estas manifestaciones del inconsciente, también se puede convertir en camino real, dijo Freud, para la solución del enigma sexual que traiciona.
Tal vez baste como ilustración el análisis de un sueño “inocente” de un joven que trae, como uno entre mil ejemplos, La Interpretación de los Sueños, el libro de Freud que cierra el siglo XIX, pues escrito entre l895 y 1899 es editado por agüero con la fecha de 1900. Escribe, Freud, (Obra Completas Santiago Rueda 1953 VI – 176): “Sueña que ha tenido que ponerse de nuevo el gabán de invierno, cosa terrible (destacado por el autor). El motivo de este sueño parece ser, a primera vista, el frío que de repente había vuelto a hacer. Pero un examen más detenido, nos muestra que los dos breves fragmentos de que se compone no concuerdan entre sí, pues el tenerse que poner un gabán de invierno, porque hace frío, no es nada terrible (destacado por el autor). Por desgracia para la inocencia de este sueño, la primera ocurrencia que surge en el análisis es la de que una señora había dicho en confianza a nuestro sujeto, el día anterior, que su último hijo debía su existencia a la rotura de un preservativo. El sujeto reconstruye ahora los pensamientos que le sugirió esta confidencia: los preservativos finos presentan el peligro de romperse y los gruesos son muy molestos. Un preservativo es como un vestido o gabán. Si a él, soltero, le ocurriese algo como la señora le ha relatado, sería terrible”. Si la neurosis de este joven tenía algo que ver con su temor de que la sexualidad lo condujera a la paternidad, al saberlo, después de la interpretación de su sueño, el conflicto seguirá y a él le toca desenvolverse con eso, pero no producirá síntomas, ni sueños “inocentes”.
Freud no endulza sus palabras: el objetivo de la cura no es sino la transformación “de la miseria histérica en malestar trivial”. Lo importante es que no haya más culpabilidad olvidada, reprimida, y en su lugar se instale el deseo, que está más allá del bien y del mal.
Aunque las normas y las buenas maneras, o sea la ley, impongan el perfume, el sexo apesta, etimológicamente hablando, porque es la peste para la moral; la peste que asolaba a Tebas durante el reinado del inocente Edipo. En su inocencia el rey investiga, exige encontrar el culpable, ¿quién sería el extranjero por cuya culpa la ciudad apesta? Pero la investigación se convierte en memoria que revela que el extranjero en Tebas es Edipo, el que se ha instalado sin saberlo en la sexualidad incestuosa. A pesar de su ignorancia de la falta, él es el culpable y cuando lo descubre se enceguece físicamente para castigar su ceguera moral, se destierra a sí mismo porque la ciudad que sabe de su inocencia se niega al castigo que merecerían parricidio e incesto cometidos por un mismo hombre, pero ese hombre es todos los hombres y son los dioses los que lo han hecho cargar con el crimen de todos. Es asunto de Edipo lo que hace del saber que acabó con su inocencia y es asunto de la ciudad seguir promulgando leyes que oculten la falta inconsciente fundadora de todas las leyes.
Es así como nace la criminología, ciencia del conocimiento de las faltas mayores producidas por la represión de la sexualidad. Los jueces también se encargan de cambiar, con un veredicto, la represión psíquica en pena de cárcel o de internamiento psiquiátrico obligatorio, en caso de que la medicina haya dictaminado locura en la comisión del delito; hay privación de la libertad para coartar la libertad del crimen, y malestar del encierro en lugar de la miseria psíquica de la culpabilidad inconsciente.
Librémonos, sin embargo, de caer en otra inocencia, la de creer, como Wilhelm Reich, que el enemigo es la represión en sí. Cuando el fogoso discípulo de Freud quiso romper la coraza de las represiones, abrió el camino a la psicosis que iba a liquidar su talento. A la metáfora reichiana de la coraza del carácter que paralizaría la sexualidad del sujeto, y por ende su creatividad, podemos también hacerla significar como armadura de leyes, sin la que nadie puede vivir sin retornar a la égida del protopadre, a la rebelión de la horda y al crimen originario. No en vano Reich terminó sus días en la locura, haciéndole frente a la ley penal norteamericana, a la cual, aunque inquisitorial, no podía oponérsele la arbitrariedad de una práctica basada en el actuar con el paciente en vez de la interpretación de la neurosis, por caracterial que ésta fuera. Para curarse hay que conservar un mínimo básico de humanidad.
En el curso de una cura es necesario levantar el velo del olvido de la represión psíquica, pero el analizado no debe quedar en el desamparo permanente, en peligro de sufrir una grave pérdida de identidad; las defensas hay que desarmarlas para entrar al inconsciente, pero también hay que reconstruirlas para no romperse el cuello en un salto al vacío sin paracaídas. El psicoanálisis sabe, aún más que el marxismo, que la identidad no marca al individuo aislado sino que determina su tipo de pertenencia específica al cuerpo social. Es una saber que coincide con el de Marx cuando dice que “el hombre no viene al mundo, como quiere Fichte, provisto de un espejo y diciendo: yo soy yo”.
Tal saber obliga al analista a cuidar la identidad de su analizado. Es algo fundamental del contrato analítico, lo cual se garantiza con la regla fundamental que obliga al paciente a decirlo todo, sin restricciones ni reservas mentales, y al analista a oírlo todo sin participación emocional de su parte; cero pathos y supresión de todo juicio, he ahí la clave. Es algo que debe exigírsele también al juez, por paradójico que parezca pedirle a la justicia que no haga juicios, lo decimos en el sentido amplio de la palabra; el juez sólo debe tener en cuenta las pruebas reales. Lo pide Freud en su nota La pericia forense en el proceso Halsmann (Obras Completas Santiago Rueda 1953 XXI –301). Aquí se protesta contra el pre-juicio y contra el abuso de considerar pruebas las consideraciones psicológicas sobre un acusado, así las produzca un experto. Los más breves escritos de Freud suelen ser los más brillantes, parecen esas páginas de los presocráticos, salvadas del naufragio del tiempo, que iluminan el mundo griego e inauguran el pensamiento libre de la coerción mágica o religiosa, refutación anticipada de todo texto sagrado por venir.
Esto tiene que ver con los derechos humanos, y el más básico de ellos se refiere al de no ser tratado con injusticia por la justicia, quiero citar todo el párrafo de la observación de Freud sobre el mencionado proceso Halsmann, al que hago referencia. “Si se hubiese demostrado objetivamente que Philipp Halsmann mató a su padre, tendríase en efecto el derecho de invocar el complejo de Edipo para motivar una acción incomprensible de otro modo. Dado que tal prueba, empero, no ha sido producida, la mención del complejo de Edipo sólo puede inducir a confusión, y en el mejor de los casos es ociosa. Cuanto la instrucción ha revelado en la familia Halsmann con respecto a conflictos y desavenencias entre padre e hijo, no basta en modo alguno para fundamentar la presunción de una mala relación paterna en el hijo. Sin embargo, aunque así no fuera, cabría aducir que falta un largo trecho para llegar a la motivación de semejante acto. Precisamente por su existencia universal, el complejo de Edipo no se presta para derivar conclusiones sobre la culpabilidad. De hacerlo, llegaríase fácilmente a la situación admitida en una conocida anécdota: ha habido un robo con fractura; se condena a un hombre por haber hallado en su poder una ganzúa. Leída la sentencia, se le pregunta si tiene algo que agregar, y sin vacilar exige ser condenado además por adulterio, pues también tendría en su poder la herramienta para el mismo.”
El psicoanálisis no puede ayudarle a la justicia a establecer culpabilidad alguna, puesto que su tarea es más bien la contraria, por lo menos en lo que se refiere al sujeto como tal y no como reo. Si al mal llamado paciente se le exige pensar en voz alta, por íntimo o vergonzoso que sea lo que se le ocurre pensar, es para que él mismo se libere del peso de sus faltas y para ello también es necesario que el analista se abstenga de absolver o condenar. Esta regla también debe cumplirse ante las faltas o transgresiones que se cometan contra el análisis mismo. Si hay desobediencia a la regla fundamental de la asociación por medio del silencio, o, lo que es peor, por medio de la terca obediencia que sabotea el proceso ateniéndose a la literalidad del mandato de asociar, convirtiéndolo en juego de sonidos, vacío de sentido; si se olvidan los horarios acordados o se falta deliberadamente a la sesión, tampoco en estos casos podemos sustituir por nuestro juicio o reacción emocional el saber que le corresponde producir al mismo paciente sobre su rebelión, deliberada o involuntaria. Tarde o temprano el paciente soltará la lengua y una palabra verdadera ocupará el lugar de la simulación del análisis con la condición de continuar siendo neutral el analista.
Para solucionar los callejones sin salida basta muchas veces, en el análisis y en la vida, hacer ver a quien se empecina en meterse en ellos que hay ahí una culpabilidad que busca un autocastigo. Con esta renuncia al castigo, para mostrar el autocastigo, se logra un salto cualitativo sorprendentemente trascendental: hacer el cambio de la moral por la consciencia de sí. En el campo de lo social equivaldría también a poner el acento en la responsabilidad, que es algo que se puede enseñar y aprender, en vez de ponerlo en la culpabilidad que es algo que, por el vínculo oculto con el erotismo, se crece con el castigo, finalidad absoluta del deseo masoquista.
Hannah Arendt, en su famoso reportaje Eichmann en Jerusalem, nos enseñó que ante el peor de los crímenes, el genocidio, tampoco vale el concepto de castigo, insisto: el concepto, no el hecho de la inevitable sanción. Ella fue más allá del escueto fallo de los jueces (“culpable de los crímenes de los cuales es acusado”): “Porque usted ha sostenido y ejecutado una política que consistía en rehusar compartir una tierra con el pueblo judío y los pueblos de un cierto número de otras naciones- como si usted y sus superiores tuvieran el derecho de decidir quién debe y no debe habitar este planeta -, nosotros consideramos que nadie, ningún ser humano puede tener el deseo de compartir este planeta con usted. Es por esta razón, y sólo por esta razón, que usted debe ser colgado.”
Como todos podemos apreciar, es fundamental el giro que le da Hanna Arendt a la sentencia de muerte inevitable en el caso. Se subraya que Eichmann no tenía la posibilidad de compartir una mínima parcela de humanidad con nadie que no fuese como él, un ser sin reato para hacer de los otros seres humanos un medio para un fin; como precisamente la interdicción de hacer eso es el único principio absolutamente universal, quien no lo comparta no puede ser considerado humano, según Kant, y no puede ser analizado según Freud; inaccesible a todo cambio, lo único que lo haría existir es el ejercicio del poder, privado del poder no puede convivir con los humanos; por lo tanto no es un castigo lo que puede dar cuenta de él, sino su exclusión de la existencia humana. Para Eichmann no había espacio en la tierra, para otros criminales de lesa humanidad puede haber un espacio, pero excluyente, excluirlos es lo que pretende la ley internacional contemporánea declarando imprescriptibles sus faltas, y yo agrego de nuevo: inanalizables.
Lo analizable es la falta humana, el sentimiento de culpa consciente e inconsciente; analizar es liberar al hombre de esa culpabilidad humana; no, por supuesto, liberarlo de su responsabilidad humana, que es la de comportarse de tal manera que su conducta, aunque no se asimile necesariamente a la ley general del Estado, cosa que sí hacía muy bien, por ejemplo, Eichmann, se rija por el principio universal Kantiano, que es por excelencia no convertir a otros hombres en medio para ningún fin, y menos que todo para la perpetuación en el poder político de ciertos intereses, económicos, raciales o religiosos, sean de carácter personal, nacional o internacional.
La ética del psicoanálisis es la de no interpretar más allá de la humanidad y su contribución a la defensa de los derechos humanos es la de no prestarse a eximir de responsabilidad al hombre frente a los otros hombres, ni siquiera facilitando explicaciones psicológicas para acciones y decisiones que tienen su única fuente en la voluntad política de dominar a la mayoría de los seres humanos y convertirlos en los medios del poder de unos pocos.