LA CIUDAD ENTRE EROS Y RELIGIÓN
Eduardo Botero Toro
La benévola jeta de piedra de cartón del Jefe, del Conductor, fetiche del siglo: los yo, tú, él, tejedores de telarañas, pronombres armados de uñas; las divinidades sin rostro, abstractas. Él y nosotros, Nosotros y Él: nadie y ninguno. Dios padre se venga en todos estos ídolos.[1]
Octavio Paz
En este ensayo propongo interrogar los nexos entre sexualidad, espiritualidad y biopoder, propuesta que extiendo a quienes consideran la pertinencia de establecer dicha relación y la urgente necesidad que tenemos de luchar para que, dado el retorno que no de los brujos como sí el de los inquisidores, advengan nuevos horizontes de época.
Lejos de proponer como psicoanalista consejos a los demás; críticamente situado con respecto de las esperanzas que la conversión del psicoanálisis en una pastoral[2] (Foucault) ha suscitado en muchos medios universitarios y no universitarios; advertido sobre la inextricable relación entre Malestar en la Cultura[3] y El Porvenir de una Ilusión[4], esto es, de que el primero no representa necesariamente un diagnóstico que pida terapéuticas determinadas en tanto que el segundo, a tono con los tres imposibles (curar, educar y gobernar), cifra en los prospectos de los gobiernos la traducción de las ilusiones que las masas dejan leer a sus gobernantes, en ejercicio de su especial tendencia a la servidumbre voluntaria.
La exploración de los nexos entre sexualidad, espiritualidad y biopoder permite desentrañar la imposibilidad de hacernos a más ilusiones, cuando los discursos de la sospecha (Marx, Nietzsche y Freud) parecen retroceder ante el retorno de una ética que ha convertido al capitalismo en la única religión dominante a nivel global. Su propósito es la destrucción:
“El capitalismo como religión es el título de uno de los más penetrantes fragmentos póstumos de Walter Benjamin.
Que el socialismo era algo parecido a una religión fue observado con frecuencia (entre otros por Schmitt: “El socialismo pretende dar vida a una nueva religión que para los hombres de los siglos XIX y XX tuvo el mismo significado que el cristianismo para los hombres de hace dos mil años.”) Según Benjamin, el capitalismo no es sólo, como afirma Weber, una secularización de la fe protestante, sino que él mismo es esencialmente un fenómeno religioso, que se desarrolla como parásito a partir del cristianismo. Como tal, como religión de la modernidad, se define por tres características:
1.- Es una religión de culto, tal vez la más extrema y absoluta que ha existido jamás. Todo en ella tiene significado sólo con referencia al cumplimiento de un culto, no con un dogma o una idea;
2.- Es un culto permanente, es “la celebración de un culto sans trève et sans merci” (sin descanso, sin piedad). No es posible aquí distinguir entre días festivos y días laborables, sólo hay un único e ininterrumpido día de fiesta-trabajo en el que el trabajo coincide con la celebración del culto;
3.- El culto capitalista no remite a la redención o la expiación de la culpa, sino a la culpa misma: “El capitalismo es quizás el único caso de un culto no expiatorio sino culpabilizador… Una monstruosa conciencia culpable que no conoce la redención se convierte en culto, no para expiar en éste su culpa sino para hacerla universal… y para atrapar al final a Dios mismo en la culpa… Dios no ha muerto, sino que se ha incorporado al destino del hombre.”
Precisamente porque tiende con todas sus fuerzas no a la redención sino a la culpa, no a la esperanza sino a la desesperación, el capitalismo como religión no tiende a la transformación del mundo sino a su destrucción. Y su dominio es en nuestro tiempo tan completo que los tres grandes profetas de la modernidad (Nietzsche, Marx y Freud) conspiran, según Benjamin, con él, son solidarios, de alguna manera, con la religión de la desesperanza. “Este paso del planeta hombre por la casa de la desesperación, en la soledad absoluta de su recorrido es el ethos que define Nietzsche. Este hombre es el superhombre, es decir el primer hombre que comienza a darse cuenta conscientemente de la religión capitalista.” Pero también la teoría freudiana pertenece al sacerdocio del culto capitalista: “Lo reprimido, la representación pecaminosa… es el capital, sobre el cual el infierno del inconsciente paga intereses.” Y, en Marx, el capitalismo “con los intereses simples y compuestos, que son función de la culpa… se transforma inmediatamente en socialismo”.[5] Giorgio Agamben, Walter Benjamin y el capitalismo como religión.
El campo es demasiado amplio hay que reconocerlo y, por tanto, exige precisar aquellos elementos que faciliten el ingreso en la temática de tal modo que, reconociendo de antemano los límites propios de un ensayo como este, contribuyan en el avance de una comprensión mínima y necesaria acerca de ella.
Me ampararé para este trabajo en tres textos de urgente actualidad: el primero, la introducción de Jean Allouch en El sexo del Amo (El erotismo según Lacan)[6]; el segundo, el magnífico trabajo de Catherine Nixey, La edad de la penumbra. Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico[7]; y, el tercero, de Giorgio Agamben, su libro HOMO SACER. El poder soberano y la nuda vida[8].
DIOS Y DIOS PADRE
Dios es el amo, lo de Padre su máscara. Sin esta máscara quedaría desprovista de toda justificación la idea del Hijo que, siendo también Dios, se hace hombre. Y también toda ética católica acerca de la sexualidad basada en la exclusiva normalidad de la sexualidad con fines reproductivos y en el ámbito de la familia.
No solamente porque en la actualidad existan métodos reproductivos que prescinden de la cópula sino porque el darwinismo social implicó, para los católicos, que se sumaran al control natal de modo casi que obligatorio. En medio de una fácilmente llamada revolución sexual, la farmacia capitalista proveyó a las mujeres con los químicos necesarios para evitar la concepción y, dada la prohibición religiosa para su uso, la disciplina ginecológica logró sustentar que otro de los usos de los anticonceptivos era el de regular el ciclo menstrual… Regulación sin culpa, anticoncepción como efecto secundario, no principal. Es que de eso hemos sabido bastante, no tanto con los modos como las católicas supieron sacar provecho de los anticonceptivos sin sentirse culpables. La violencia en Colombia, país hasta hace poco considerado fundamentalmente católico, pone en evidencia esta relación entre religiosidad y culpa.[9]
Un Dios omnipotente (es decir, todo potente, al pensar de Lacan) y no cuestionado fue resultado del triunfo de la modernidad contra el paganismo. Y la unidad entre razón, fe y vida, contribuyó a crear una nueva ética mundial (¿no sería más bien occidental?) que, formulada por el ex jefe de la Congregación para la Defensa de la Fe, el cardenal Ratzinger[10] resulta de la correspondencia entre razón y amor: la razón verdadera es el amor y el amor es la razón verdadera. Para que sea posible esta correspondencia es necesario enmascarar al Amo, al Dios omnipotente, y convertirlo en Padre, Hijo y Espíritu Santo (lenguas de fuego como saber que desciende sobre el primer grupo de apóstoles), una trinidad que congrega amor y razón.
Pero si el cristianismo también, como el psicoanálisis, enfrenta la teoría de la selección natural como aquella que agota el conocimiento acerca de la condición humana, en la actualidad se invita al psicoanálisis a que ofrezca no se sabe qué remedios para corregir los efectos del malestar en la cultura, mediante la refundación de una ética basada en la relación entre el amor, la razón y lo real, consiguiendo no más que corregir la verdadera ilusión fundante de todo poder, esto es, la de que la vida tiene un sentido y que es preciso procurar empeñarse en conseguirlo.
FUE CON LA MÁSCARA COMO EL MONOTEISMO VENCIÓ AL PAGANISMO
Una verdadera ilusión funda la historia que hemos conocido acerca de la derrota que le propinó el cristianismo al mundo clásico. Se trata de creer que el cristianismo propició un nuevo sentido a la vida a un mundo pagano desesperanzado por la caída del prestigio de sus dioses. Un supuesto acto de amor por la humanidad que herencia humana del sacrificio del hijo-de-dios, por hombres y mujeres inmersos en el pecado y en la superstición.
Hoy, la historia de cómo la cristiandad conquistó Roma se cuenta en tranquilizadores términos laicos. Es un relato de emperadores debilitados y ejércitos bárbaros invasores; de impuestos punitivos, plagas espantosas y un populacho cansado y perezoso. Cuando en estas historias se menciona la religión, con frecuencia adquiere un papel psicológico. Fue, dice el planteamiento, una era de ansiedad. La enfermedad, la guerra, la hambruna y la muerte, por no mencionar el horror igualmente inevitable del recaudador de impuestos, campaban por el imperio. En el siglo III, durante un periodo de cincuenta años, no menos de veintiséis emperadores y quizá otros tantos, si no más, usurpadores, reclamaron el poder. Los bárbaros, aunque no estaban aún a las puertas de Roma, sin duda se concentraban cerca, para llevar a cabo incursiones en Britania, la Galia, Hispania, Mauritania y hasta en la propia península Itálica. Justo cuando parecía que las cosas no podían ponerse peor, se desencadenó una terrible plaga; las víctimas se «agitaban con un vómito continuo», tenían los ojos «encendidos, inyectados en sangre»; los pies y partes de las extremidades quedaban amputados «por el contagio de una enfermiza putrefacción»; por no mencionar otras aflicciones todavía menos agradables.
¿Quién, dicen los relatos tradicionales de la cristiandad, no buscaría consuelo en tiempos así? ¿Quién no se vería arrastrado a una religión que consolaba a sus seguidores con que, si no en esta vida, quizá en la siguiente, las cosas serían un poco más placenteras? ¿Quién no desearía que le dijeran que alguien, en algún lugar, tenía un plan, y que todo esto era parte de él? Como afirmó un historiador del siglo XX: «En una era de ansiedad, cualquier credo “totalitarista” ejerce una poderosa atracción; solo hay que pensar en el atractivo que tiene el comunismo para muchas mentes desorientadas en nuestro tiempo».
Sin embargo, sigue ese argumento, las viejas religiones de Roma no ofrecían ese consuelo. Ni mucho menos. El submundo grecorromano era un lugar en el que se torturaba a Tántalo con la sed y Sísifo pasaba los días empujando una piedra montaña arriba, solo para ver cómo volvía a caer ladera abajo. Difícilmente era el sitio al que una querría retirarse. El sistema religioso grecorromano tampoco ofrecía mucha orientación a los vivos. Estos cultos no aportaban un manual de moral para la vida cotidiana. No emitían mandamientos, catecismos o credos para guiar a las almas en la incerteza entre el nacimiento y la muerte. Había reglas generales y demandas de sacrificios. Es cierto que, allí donde la religión no llegaba, podía hacer aparición la filosofía para ofrecer cierto consuelo, pero, puesto que la filosofía estoica de «al mal tiempo buena cara» era una de las más populares de la época, en el mejor de los casos suponía un magro consuelo. «Teatro es toda la vida, y juego», escribió desoladamente un poeta griego posterior:
o aprendes a jugar
dejando de lado las preocupaciones,
o soporta los dolores.[11]
Todo esto se logró a la manera de una siniestra épica, también sin descanso y sin piedad (sans trève et sans merci) la de la destrucción hasta la aniquilación del mundo pagano. Una serie de ataques que iba más allá de la destrucción de la “superstición pagana” (Agustín de Hipona) y que involucraban costumbres domésticas y cotidianas. Tal como lo expresa Nixey en su obra[12]:
Los ataques no se detenían en la cultura. Todo, desde la comida que se ponía en el plato (que debía ser sencilla y sin especias) hasta lo que se hacía en la cama (que debía ser igualmente sobrio y sin especiar) empezaba, por primera vez, a quedar bajo el control de la religión. La homosexualidad masculina se prohibió; la depilación se despreciaba, así como el maquillaje, la música, los bailes sugerentes, la comida sofisticada, las sábanas moradas, la ropa de seda… La lista seguía y seguía. (Las cursivas son nuestras)
Aunque Dios fuera considerado omnisciente, la tarea de sus promotores no se amparaba de la mera asistencia divina, requería de métodos y modos de proceder que iban desde la prédica hasta la acción intrépida, esta última unas veces directamente ordenada por los predicadores, en otras decididas espontáneamente por feligreses que se aseguraban así ganar indulgencias plenarias para reducir, en otra vida, su estadía en el purgatorio.
En materia de sexualidad, las prácticas que eran habituales en el mundo pagano pasaron a ser nominadas creando la binaria relación hombre/mujer, como la única posibilidad de sexo normal y grato a Dios. La sexualidad en función de la reproducción y de su realización en el exclusivo ámbito de la familia cuya constitución, siguiendo los preceptos de Pablo de Tarso, debía ser obra de la combinación del amor y la sumisión femenina al hombre, verdadero representante del Dios Padre, es decir, del amo en su versión paternal.
No se escatimaron métodos. Así, por ejemplo, Nixey escribe que[13]
«Unos años antes del asesinato de Hipatia, un anciano obispo cristiano llamado Basilio escribió una tensa carta a los jóvenes, aconsejándoles sobre «cómo sacar provecho de la literatura griega». Era una obra enérgica y formal que pretendía enseñar a los lectores adolescentes qué autores clásicos eran material aceptable de lectura y cuáles no. Como advertía Basilio, «no debéis seguir sin más a estos hombres allí donde os guíen, como confiándoles el timón de la nave de vuestro discernimiento, sino que, aceptando cuanto de ellos es útil, sepáis también qué es preciso descartar».
En opinión de Basilio, había mucho que descartar. Hoy, en un mundo en el que la palabra «clásico» sugiere algo reverenciado e incluso aburrido, es difícil entender lo alarmantes que resultaban muchas de estas obras para los cristianos. Pero el canon tenía la capacidad de horrorizarlos. Estaba repleto de pecados de toda clase. Abramos la Ilíada de Homero y puede que nuestros ojos se posen sobre un pasaje que describe cómo el dios Ares sedujo a la dorada Afrodita, y cómo luego fueron sorprendidos en flagrante delito. En Edipo rey encontraremos la afirmación de que «los asuntos divinos se pierden». Ni siquiera las obras de los autores más conservadores y augustos carecían de peligros; se puede abrir una del tediosamente virtuoso Virgilio y hallar a Dido y a Eneas en una cueva, haciendo nada que pueda considerarse bueno, durante una tormenta. La idolatría, la blasfemia, la avaricia, el asesinato, la vanidad: todos los pecados estaban ahí. Eso era lo que hacía a estas obras tan placenteras y, para los cristianos, tan detestables.
Por cada obra clásica que casaba sin problemas con la mentalidad y la moral cristianas, había otra que las irritaba de manera insoportable. «Carmen 16»[14], del poeta Catulo, era particularmente espinoso. Este poema se inicia con el célebre y tonificante verso «Os daré por culo y me la mamaréis», que no era precisamente la clase de literatura que alegraba el corazón de Basilio.
El Epigrama I.90 de Marcial no era mucho mejor: estos modestos versos atacan a una mujer por tener relaciones con otras mujeres. O, como escribió Marcial:
Te atreves a reunir dos coños gemelos entre sí
y tu monstruoso clítoris simula al hombre.
Si un joven lector abre tembloroso una obra de Ovidio puede encontrarse con la explicación del poeta acerca de cómo seducir a una mujer casada durante la cena, con la escritura de mensajes secretos en el vino derramado. Y en un poema posterior, se puede descubrir una exposición de Ovidio sobre cómo hacer el amor durante la comida (« ¡Cuán a propósito era la forma de sus senos para apretarlos!») y una detallada descripción del cuerpo de su amante; su vientre plano bajo esos pechos, sus juveniles muslos…»
Todo el polimorfismo del placer sexual contenido en los textos clásicos era o bien destruido o bien utilizado para procurar reacciones aversivas en los lectores, que eran conseguidas al tenor de una ética nueva, la propia del nuevo orden político y terrenal, la conversión del Imperio Romano en Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Una nueva ética que conseguía imponer guías de comportamiento para afrontar las dificultades del vivir y hacer del paso por la vida motivo de merecimiento o de condena para “la otra vida”, la que habría después de la muerte, convirtiendo en eterno al individuo que la abrazara en su diario existir.
Los dioses paganos se condensaron en uno solo, el Demonio, Príncipe de las Tinieblas, enemigo de quien se presentó como Luz y Verdad, otra versión de una divinidad convertida en hombre. Con ellos, todas las costumbres mantenidas al tenor de una cultura que no hacía de la religión nada diferente que la de ser conseguida según las preferencias de cada ciudadano, y en la que la filosofía bien podía ser el conocimiento al que se apelara en función de conseguir el gobierno de sí mediante el cuidado de sí (Foucault).
Lo que se impone, pues, es una ética que combina eros y razón, aunque por eros se entienda aquí no la concepción griega del mismo[15] sino aquella que hace del cuerpo y de sus avatares territorio privilegiado del demonio, sobre todo si en ese cuerpo anida la melancolía, y de la purificación del alma y, por tanto, expresión del “amor puro” (que no se sabe cómo ha llegado a llamarse “platónico” por muchos).
Se impuso, pues, no como habíamos estado acostumbrados a pensar, como una especie de bálsamo tranquilizador contra las angustias propias de ciudadanos de un Imperio en decadencia.
Los dioses grecorromanos no solamente permitían el buen uso de los placeres, sino que muchos de ellos los practicaban entre sí o con humanos. Existe una rica colección de relatos a ese respecto que el lector puede encontrar en el Diccionario de mitología griega y romana, de Pierre Grimal[16]. Placeres y dioses se condesarían en una sola figura que actuaría como amo y legión[17], el demonio. Y para justificar su guerra, los predicadores no podían hacer otra cosa que remitirla a una más antigua, en el principio de los tiempos, entre Dios y el más bello de los ángeles, Luzbel. La cultura clásica no se relacionaba con sus dioses a la manera del simple miedo, también los escritores se daban licencia de burlarse de los dioses mismos, y la risa constituía un ingrediente más de una relación liberal con los dioses mismos.
Herodoto e Hipócrates son dos ejemplos de una relación crítica con la verdad establecida durante mucho tiempo en la cultura, esa que adjudicaba a los dioses la responsabilidad sobre los acontecimientos humanos y sobre las enfermedades. Cada uno, en su campo, consideraba posible establecer un saber a partir de la historificación de su objeto de análisis, las guerras, las enfermedades, y operar sobre las consecuencias derivadas de ese saber bien fuera en el campo de la prevención o de las curaciones.
La nueva ética condenaría la práctica basada en esos nuevos saberes y refundaría el determinismo ya no en la responsabilidad de un Dios Padre sino de su enemigo, el Diablo, convirtiendo la vida cotidiana del paganismo en expresión del poder de este último sobre los hombres y postulándose a su vez como encargada de salvar la inmortalidad del alma de los pecados producidos por influencia demoníaca.
Sería de esperarse entonces una concepción de la sexualidad cuya licitud quedaba constreñida al mero campo de la reproducción y en el exclusivo árbol de la familia. Toda la asociación entre espiritualidad pagana y sexualidad libre quedaba rota y la nueva espiritualidad haría del erotismo fuente de pecado y de la libertad acto supremo de soberbia. Los mismos pecados adjudicados a Adán y Eva, pero antes, a Luzbel. A partir de aquí se crearía un orden político en el que la autoridad operaría a modo de una cadena[18], de una gavilla: el padre, en el ámbito familiar, sería el representante del señor feudal, este del príncipe que a su vez representaría al rey así como este al Papa y por, último, el Papa a Dios. La sumisión de la esposa y de las hijas al padre y al hijo mayor, quedaba consagrada y una ofensa contra esa sumisión (es decir, un espíritu contestatario), condenable. Pero también quedaban justificadas la sumisión de las colonias a los imperios, del mismo modo que una concepción del universo colocaría a la tierra, en el centro de este, haciendo que la primera autoridad sobre la tierra fuese la primera autoridad sobre todo el universo. No todos los textos paganos fueron destruidos, la concepción cristiana del mundo reposó durante siglos sobre la obra de un griego pagano, Claudio Ptolomeo.
La vida, para cada ciudadano, se correspondía con un orden del universo también finito, remisible al final de los tiempos, es decir, al juicio final, cuando la inmortalidad del alma recibiría premio o castigo.
EROS Y PAGANISMO
La sexualidad pagana no reñía con la espiritualidad pagana, como bien puede establecerse a partir de la lectura de Pierre Hadot, Ejercicios espirituales y filosofía antigua.[19] El caso, por ejemplo, de los epicureistas:
Pero la meditación, ya esté marcada por la simplicidad o por la sabiduría, no es el único ejercicio espiritual epicúreo. Para curar el alma será preciso no eso que señalan los estoicos, el entrenamiento para vigilarse, sino por el contrario el entrenamiento para relajarse. En lugar de representarse los males por adelantado, preparándose para padecerlos, es necesario más bien apartar nuestro pensamiento de la visión de las cosas dolosas y fijar nuestra mirada en los placeres. Hay que revivir el recuerdo de los placeres pasados y gozar de los placeres presentes, reconociendo cuán grandes y agradables resultan éstos. (Pág. 32)
Pero el desaprendizaje introducido por el cristianismo a la par que relacionaba la sexualidad no constreñida a la reproducción y al ámbito de la familia con el pecado y con el demonio, también lo fue con respecto del aprendizaje de la muerte que los ejercicios espirituales paganos habían propiciado siendo la muerte de Sócrates la que funda la relación del platonismo con la verdad del límite de la existencia. Para estoicos y epicureistas es el valor infinito concedido al momento el que es preciso vivir como si fuese el primero y el último de la existencia. El cristianismo, al plantear la concepción de la inmortalidad del alma, cifraba todo comportamiento humano en el orden del merecimiento: de una vida eterna en la gracia o en el fuego. Un sentido a la vida.
Una nueva espiritualidad emerge entonces, la del Libro, la del Dogma y la de la Política. Era preciso no solamente destruir todo vestigio de paganismo (escritos, esculturas, templos, etc.) sino también revalorizar la relación del sujeto con el saber. El prestigio de los filósofos derivado de su relación con el saber, no por la vía de la escritura del texto dogmático tanto como sí del hecho de que se servían del texto escrito para dar a conocer a otros el momento y el contenido de su relación con la verdad, ese prestigio, pasa ahora, con la nueva ética, a la condición de reprochable. Todo aquel que dé muestras, por mínimas que sean, de relación con ese saber, es considerado sospechoso y no apto para ser recibido en el seno del cristianismo. Esto implica una valorización de la ignorancia, no por la vía (más tardía) de un Nicolás de Cusa (Cfr.: La docta ignorancia)[20] sino por la vía del repudio al saber y a la averiguación de la verdad en el estudio de las cosas.
Una idealización de la pobreza de conocimiento, como resultado, según esta ética, del repudio a la soberbia de todo el que pretenda sabiduría o, al menos, contacto con los escritos de los sabios, necesitaba fabricar una realidad amparada en una especie de acción que el espíritu tolerante de los paganos habría bien considerado uno más de tantos mitos: la conversión, amorosa, de un Dios Padre en Hijo dispuesto al sacrificio para la salvación de los pecadores.[21] Que un Dios todopoderoso sea capaz de hacerse pobre habla de una de muchas metamorfosis atribuibles a Zeus, por ejemplo, cuando, de seducir a una muchacha se trataba, por ejemplo. Pero hacerse pobre y nacer en la pobreza y predicar la existencia de un reino que no es de este mundo y superior a todos los reinos no podía menos que procurar risa en quien le escuchaba. Si el paganismo hubiese vencido hoy en día, esa risa de burla sería tomada al tenor de lo que representaba: la reacción esperada frente a una conjetura irrepresentable. Como no fue así, esa risa es prácticamente el elemento con que más se insiste para representar el poder de la verdad transmitida por el líder de uno de los centenares de sectas que deseaban la destrucción del Imperio Romano[22]. Pero la historia la escriben los vencedores y hemos de entender que la insistencia en la burla de los funcionarios romanos para con el jefe de la secta cristiana, ha sido uno de los motores que más ha movilizado al pueblo cristiano. La ira vengativa también se expresa en escrituras que idealizan a los mesías, valida del recuerdo de los malos tratos recibidos durante su existencia.
El cristianismo no solo ganó partidarios, sino que prohibió que la gente adorara a los antiguos dioses romanos y griegos. Con el tiempo, llegó a prohibir que cualquiera disintiera de lo que Celso había considerado sus estúpidas enseñanzas. Por escoger un ejemplo entre muchos, en el 386 d.C. se aprobó una ley que tenía como objetivo a «quienes discuten de religión» en público. Esa gente, advertía la ley, eran los «perturbadores de la paz de la Iglesia» y «pagarán el castigo por alta traición con sus vidas y su sangre».[23]
Los escritores griegos y romanos habían considerado ya al miedo como aquello que era capaz de formar toda clase de sentimientos de humillación en los hombres. Nixey demuestra que, frente a la teoría atomista, que vía epicureísmo tenía una concepción materialista del origen del universo, ya muchos hombres sufrían de temores frente a los dioses dadas las desgracias naturales que atribuían a su responsabilidad divina.[24]
Los escritores como Lucrecio[25] sostenían que el atomismo, correctamente aplicado, podía hacer pedazos este miedo. Si no existía un creador, si los rayos, los terremotos y las tormentas no eran las acciones de unas deidades airadas sino simplemente de partículas de materia en movimiento, no había nada que temer, nada que apaciguar y nada que reverenciar. Tampoco un dios cristiano.
Entonces el apaciguamiento y casi desaparición de un saber milenario, que nunca excluyó la sexualidad de la espiritualidad, sería reemplazado por el dogma absoluto que impone un sentido a esta vida y a este mundo, el de la conversión, para salvar el alma inmortal de la condena eterna. El fin justificará los medios y la buena intención a la capacidad de tortura y de sadismo para con el otro.
Agustín, a pesar de estar impresionado por la armonía de sus vecinos, no estaba dispuesto a mantener esa tolerancia. La obligación de un buen cristiano era, concluyó, convertir a los herejes; por la fuerza, si era necesario. A este tema regresó una y otra vez. Mucho mejor un poco de coacción en esta vida que la condena eterna en la siguiente. No siempre podía confiarse en que la gente supiera lo que era bueno para ella. El buen y solícito cristiano, por lo tanto, eliminaría los medios para el pecado del inseguro alcance del pecador. «Con frecuencia beneficiamos cuando negamos, y dañaríamos si otorgásemos», explicó. No pongas una espada en la mano de un niño, «porque cuanto más amamos a uno, tanto menos debemos confiarle aquello que le pone en el trance de pecar.»[26]
La quema de libros paganos se presentó, pues, como un acto de amor, como un acto por la salvación de las almas. Ya entonces tener ideas diferentes no era pensar distinto, era errar. Quien no suscribía el texto bíblico interpretado por los sacerdotes, era demoníaco por el hecho de su negativa a creer. El miedo de los paganos contribuiría a hacer menos dolorosa esa expropiación de su cultura.[27]
Pero a pesar del horror que suponía lo que Constantino pedía a sus súbditos, hubo poca resistencia. «Para llevar a cabo este proyecto no necesitó ayuda militar —escribió el cronista Sozomeno—. Se indujo a la gente a permanecer pasiva por miedo a que, si se resistía a esos edictos, ellos, sus hijos y sus esposas serían expuestos al mal.»[28] Constantino, como decía desdeñosamente su sobrino, el emperador «apóstata» Juliano, era un «tirano con la mentalidad de un banquero». La destrucción alentó a otros cristianos y los ataques se extendieron. En muchas ciudades, la gente «espontáneamente, sin necesidad de orden alguna del emperador, destruía los templos y estatuas cercanos, y erigía casas de rezo».[29]
La imposición del cristianismo fue, pues, el resultado de una acción política que encontró en la conversión del emperador Constantino su momento propicio para convertirse en religión única y verdadera, “fuera de la cual no hay salvación.” Y representó el nacimiento de una ética cuyos elementos constituyentes fueron el eros (cristiano) y la razón (religiosa).
CUIDADO DE SÍ Y OCUPARSE DE SÍ MISMO
Pero esto es una parte de la historia, no cualquier parte, sino aquella que demuestra una acción deliberada por hacer desaparecer unos modos de relación del sujeto con la verdad, modos que en la obra de Michel Foucault[30], se periodizan en tres momentos, en referencia a la épiméleia/cura sui (cuidado de sí mismo): El primero de ellos, que Foucault llama socrático-platónico, referido al momento en que la épimeleia aparece en la filosofía; el segundo, la edad de oro, “o del cuidado de uno mismo o de la cultura de sí mismo”, siglos I y II; y, finalmente, el tercero, “El paso de la ascesis filosófica pagana al ascetismo cristiano (siglos IV y V).”
Hay que entender que el concepto de épimeleia se extiende a varias posibilidades simultáneas, siempre según Foucault[31]:
Ocuparse de uno mismo no constituye simplemente una condición necesaria para acceder a la vida filosófica, en el sentido estricto del término, sino que, como vamos a ver, como voy a intentar mostrar, este principio se ha convertido en términos generales en el principio básico de cualquier conducta racional, de cualquier forma de vida activa que aspire a estar regida por el principio de la racionalidad moral.
(…)
Por otra parte, sería necesario distinguir en el concepto de épiméleia los aspectos siguientes:
En primer lugar, nos encontramos con que el concepto equivale a una actitud general, a un determinado modo de enfrentarse al mundo, a un determinado modo de comportarse, de establecer relaciones con los otros. La épiméleia implica todo esto, es una actitud, una actitud en relación con uno mismo, con los otros, y con el mundo.
En segundo lugar, la épiméleia heautou es una determinada forma de atención, de mirada. Preocuparse por uno mismo implica que uno reconvierta su mirada y la desplace desde el exterior, desde el mundo, y desde los otros, hacia sí mismo. La preocupación por uno mismo implica una cierta forma de vigilancia sobre lo que uno piensa y sobre lo que acontece en el pensamiento.
En tercer lugar, la épiméleia designa también un determinado modo de actuar, una forma de comportarse que se ejerce sobre uno mismo, a través de la cual uno se hace cargo de sí mismo, se modifica, se purifica, se transforma o se transfigura. De aquí se derivan toda una serie de prácticas basadas a su vez en toda una serie de ejercicios que van a jugar en la historia de la cultura, de la filosofía, de la moral, y de la espiritualidad occidental un papel muy relevante. Entre estas prácticas se encuentran, por ejemplo, la técnica de la meditación, la técnica de la memorización del pasado, la técnica del examen de conciencia, la técnica de verificación de las representaciones a medida que éstas se hacen presentes en la mente…
La noción de épiméleia implica, por último, un corpus que define una manera de ser, una actitud, formas de reflexión de un tipo determinado de tal modo que, dadas sus características específicas, convierten a esta noción en un fenómeno de capital importancia, no sólo en la historia de las representaciones, sino también en la historia misma de la subjetividad, o, si se prefiere, en la historia de las prácticas de la subjetividad.
Foucault se preguntará qué explicación tiene el hecho de que nuestra civilización haya abandonado esta noción de cuidado de sí, este conocimiento de sí mismo, por la preocupación por sí mismo. De hecho, lo que nos está diciendo es justamente eso, que la preocupación por sí mismo (y al servicio de ella, el Yo en centro…) es propia de una época que, como la actual, encontraría en el conocimiento de sí demasiada carga melancólica, esto es, un afecto que es fuente de toda moral de la que la religión no puede excluirse. Pero la preocupación por sí mismo conduce al egoísmo, al repliegue, a la utilización del otro como instrumento, cuando la moral rigurosa de los antiguos procedía de una noción de preocupación de sí que incluía el conocimiento de sí mismo como una de tantas acciones para llevar una vida recta y justa.
En palabras de Foucault, traducido[32]:
Esta noción de la preocupación por uno mismo está en la actualidad un tanto perdida en la sombra. La razón de que esté en la sombra se debe en parte a que esta moral tan estricta -surgida del principio ocúpate de ti mismo-, a que estas reglas tan austeras, nosotros las hemos retomado de otros sistemas de pensamiento -ya que aparecen tanto en la moral cristiana como en la moral moderna no cristiana, pero en un clima totalmente distinto-. Estas reglas austeras, que vamos a encontrar de nuevo en la estructura del Código, nosotros las hemos reaclimatado, las hemos extrapolado, las hemos transferido introduciéndolas en el interior de un contexto en el que domina la ética general del no-egoísmo, ya sea bajo la forma cristiana de la obligación de renunciar a uno mismo, ya sea bajo la forma, digamos moderna, de la obligación para con los otros, entendiendo por otros la colectividad, la clase, etc.
Así, entonces, la noción de espiritualidad entre los griegos estaba relacionada con la filosofía en tanto que esta “es una forma de pensamiento que intenta determinar las condiciones y los límites del acceso del sujeto a la verdad.”[33] Y[34]:
Para la espiritualidad; la verdad no es en efecto simplemente aquello que le es dado al sujeto para recompensarle en cierto modo por el acto de conocimiento y para completar este acto de conocimiento. La verdad es lo que ilumina al sujeto, lo que le proporciona la tranquilidad de espíritu. En suma, existe en la verdad, en el acceso a la verdad, algo que perfecciona al sujeto, que perfecciona el ser mismo del sujeto o lo transfigura.
Para la espiritualidad un acto de conocimiento en sí mismo y por sí mismo nunca puede llegar a dar acceso a la verdad si no está preparado, acompañado, duplicado, realizado mediante una cierta transformación del sujeto; no del individuo sino del sujeto mismo en su ser de sujeto. La gnosis es en suma lo que tiende siempre a transferir, a trasladar al propio acto de conocimiento, las condiciones, las formas y los efectos de la experiencia espiritual.
Con Platón[35], el otro, es una instancia mediadora para que pueda suceder el ocuparse de sí mismo quien así elige hacer y ser (no todo el mundo, también hay que considerar a quienes optarían, más bien, por la salvación).
El problema previo es la relación con el otro, con otro como mediador. El otro es indispensable en la práctica de uno mismo para que la forma que define esta práctica alcance efectivamente su objeto, es decir, el yo. Para que la práctica de uno mismo dé en el blanco constituido por ese uno mismo que se pretende alcanzar resulta indispensable el otro. Tal es la fórmula general.[36]
Son tres las líneas de evolución del cuidado de sí[37]:
la dietética (relación entre el cuidado y el régimen general de la existencia del cuerpo y del alma); la economía (relación entre el cuidado de uno mismo y la actividad social) y la erótica (relación entre el cuidado de uno mismo y la relación amorosa).
El cuerpo, el entorno y la casa: tres ámbitos donde se lleva a cabo el cuidado de sí. Todo esto implica una ética, la de la relación verbal con el otro, en tanto el cuidado de sí es practicado en virtud de ocuparse del cuidado que otros hacen de sí mismos. El médico, el padre de familia y el enamorado serían los tres ejemplos de quienes se ocupan del modo como los demás se ocupan del cuidado de sí.
Pero también el cuidado de sí tiene que ver con la política, la pedagogía y la erótica, a sabiendas de que el ocuparse de sí mismo tiene que ver con la justicia.[38] Es en primer lugar, imperativo de todo gobernante. La pedagogía es insuficiente si no se extiende a lo largo de toda la vida. Habrá que asumir que la erótica de los muchachos tienda a desaparecer.
El papel del maestro será entonces esencial en el paso del no-sujeto al estatuto de sujeto definido como plenitud del cuidado de sí[39].
El otro no es ni un educador ni un maestro de la memoria, ya que no se trata de educare sino de educere. Este otro que está entre el sujeto y uno mismo es la filosofía, la filosofía en tanto que guía de todos los hombres en lo que se refiere a las cosas que convienen a su naturaleza. Únicamente los filósofos dicen cómo debe uno comportarse, pues solamente ellos saben cómo se debe de gobernar a los otros y quienes quieren gobernar a los otros. La filosofía es la práctica general del gobierno. Y aquí nos encontramos con el gran punto esencial de divergencia entre la filosofía y la retórica tal y como sale a la luz en esta época. La retórica es el inventario y el análisis de los medios a través de los cuales se puede actuar sobre los otros mediante el discurso. La filosofía es el conjunto de los principios y de las prácticas con los que uno cuenta y que se pueden poner a disposición de los demás para ocuparse adecuadamente del cuidado de uno mismo o del cuidado de los otros. La filosofía se integra en la vida cotidiana y en los problemas de los individuos. El filósofo juega el papel de consejero de la existencia. La profesión de filósofo se desprofesionaliza a medida que se convierte en más importante. Cuanto más necesidad hay de un consejero para uno n:iismo más necesidad existe en esta práctica del cuidado de uno mismo de recurrir al otro, m4-se afirma por tanto la necesidad de la filosofía, más se extiende también la función propiamente filosófica del filósofo y más el filósofo va a aparecer como un consejero de la existencia capaz de proporcionar en todo momento -respecto a la vida privada, a los comportamientos familiares y también en relación a los comportamientos políticos-, no tanto modelos generales de comportamiento, como los que podían proponer Platón y Aristóteles, cuanto consejos circunstanciales. Los filósofos van realmente a integrarse en el modo de ser cotidiano.
LA CIUDAD DESVESTIDA
“…Para mí el espectro no es una categoría negativa ni, como usted dice, un ectoplasma. El espectro —basta pensar en ciertos relatos de Henry James— es una forma de vida más verdadera que la vida falsa con la que se pretende animar a nuestras ciudades.”[40]
Giorgio Agamben
Este es el tiempo en que las armas matan y la estadística remata. La fascinación con la contabilidad de los muertos mediante la notificación de las “tasas de homicidio” produce gran satisfacción en las autoridades cuando dichas tasas varían, con tendencia al decremento, de un año al otro. “Este año, en la ciudad, la tasa de homicidios ha sido tal… En el mismo período del año pasado fue de tanto… HEMOS reducido la tasa de homicidios. Y los medios amplifican esta celebración con los hallazgos del que de manera precisa muchos han dado en llamar muertómetro.
Lo que llamado de tal modo produce va más allá de la demostración de estupidez de unas autoridades entusiasmadas histriónicamente con lo que quieren hacer creer que ha sido producto de su buena gestión.
Tienen todo su derecho, a pesar de quererse excluir de la condición que los define, ellos no demuestran actuar ni mejor ni peor que cualquier sujeto: como en muchas cosas, aquí lo que salta a la vista de quien se niegue a caer presa en los fastos de su actuada majestuosidad, es el incremento en el número de dolientes que el número de muertos, comparado mediante una suma, quedan después de dos años.
La ciudad peligrosa queda, por así decirlo, dotada con un manto que condensa el fantasma que deja tras de sí todo aquel que ha sido muerto. La suma de todos los muertos impide reconocer la mayor suma de vivos que sobreviven a aquellos, siendo imposible calcular cuántos de estos son responsables de aquellas muertes. Pero es casi seguro que el mayor número de sobrevivientes, esos que, se supone, desvelan los sueños de los funcionarios públicos que trabajan por el bien de la comunidad, queda radicalmente borrado tras la insistencia en el muertómetro de cuyos resultados se ufanan aquellos.
Desvestida de espacio propicio para los encuentros, hay mil y uno lugares por donde los dolientes de los asesinados seguramente no se atrevan a pasar.
Dolientes instalados en la condición de un duelo cuyo trámite esperaría que fuese el auxilio del Otro quien ayudase a que cada quien identificase que trozo de sí, ha perdido con la ausencia de aquel ser querido que ha fallecido.
Así el doliente queda forzado a una condición de desolación tal que facilita la intensificación de todos los modos de esperanza en la muerte como único destino sanador. Si lo social, en tanto que se refiere a los eventos que acontecen en un escenario como es la ciudad, queda despojado de la confianza en dicho escenario y los espacios que es preciso evitar como profilaxis para el dolor que convoca percepción y memoria, entonces el resentimiento queda facilitado como único destino posible para los duelos.
Con lo que el muertómetro se descubrirá cada vez más como variante del chupo a que se adhieren los nenes que maman de la teta burocrática. Y la ciudad queda desvestida, esto es, despojada de posibilidades de mantenimiento y variación del llamado tejido social, apenas sí benéfica para quienes se mueven por ella con la facilidad que tienen las moscas para desplazarse en el estercolero, maleantes y cómplices.
Un verdadero fantasma acusaría recibo irrespetuoso sabiéndose reducido a la mera condición de cifra, de tasa. Envainado en el saber de experticias, estas sí verdaderos simuladores de vida de un mundo que simultáneamente dejando de ser no es aun el que será, soportaría con estoicismo propio de fantasma terrígeno, toda la vacuidad y el fasto de esa “casta desglandulada de potencia” (León de Greiff) que ha desvestido la ciudad y reemplazado su tejido visible por la maraña de los socavones puesta en la superficie como harapo.
Creyéndole aún vivo, el doliente, despojado de toda esperanza en una otredad cercana, consulta con el pensamiento infantil el conocido recurso a la magia y entonces hace ya no de la máscara, sino de la benevolencia de un dios bueno, posibilidades de resignificación de sus relaciones con el ahora fallecido. Que se trate de un luto interior, discreto y privado, no quiere decir que lleve hasta esa perniciosa idea de que un duelo se cura cuando el objeto perdido sea reemplazado por otro, idea propia de la vida militar donde se reemplaza a un soldado caído con otro soldado.
Un más allá que no es la ciudad de Dios sino otra ciudad que no sea esta, tal vez la ciudad limpia de contaminantes, la ciudad al servicio de los peatones, la ciudad acogida por la sombra de sus árboles, la ciudad del amor por los animales, la ciudad que logre liquidar la nefasta alianza entre lumpen burgueses y lumpen proletarios identificados por su capacidad para violar la ley en tanto se han instalado en la ley misma.
La historia y la realidad física de Venecia podrán entonces proporcionar algunas indicaciones. Es evidente, por ejemplo, que una ciudad que es pensada más para los automóviles que para sus habitantes es un modelo ahora obsoleto y Venecia, en este sentido, es una ciudad del futuro. La alternativa es un progresivo reflujo hacia el campo, del cual se entrevén los primeros síntomas.[41]
Un territorio propicio para desarticular el duelo de un rencor que convierte el agobio en terreno abonado para que prospere un implorado Conductor que asegure ser el Verbo haciéndose Carne.
Santiago de Cali, agosto-noviembre de 2018
[1] Octavio Paz. Poemas (1935-1975). Seix Barral SA, 1979, página 228
[2] Michel Foucault. Hermenéutica del sujeto. Traducción Fernando Alvarez-Uría. Ediciones de La Piqueta, Madrid, 1987
[3] “Innumerables veces se ha planteado la pregunta por el fin de la vida-humana; todavía no ha hallado una respuesta satisfactoria, y quizá ni siquiera la consienta. Entre quienes la buscaban, muchos han agregado: Si resultara que la vida no tiene fin alguno, perdería su valor. Pero esta amenaza no modifica nada. Parece, más bien, que se tiene derecho a desautorizar la pregunta misma. Su premisa parece ser esa arrogancia humana de que conocemos ya tantísimas manifestaciones.” S. Freud, Malestar en la Cultura. Amorrortu Editores. T. XXI, p. 75
.
[4] “Yo creo que es preciso contar con el hecho de que en todos los seres humanos están presentes unas tendencias destructivas, vale decir, antisociales y anticulturales, y que en gran número de personas poseen suficiente fuerza para determinar su conducta en la
sociedad humana.” S. Freud, El Porvenir de una Ilusión. Amorrortu Editores, T. XXI, p. 7
[5] Giorgio Agamben, Walter Benjamin y el capitalismo como religión. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=168119. Visitada Julio 23 de 2018. http://www.acheronta.org/acheronta13/sexodelamo.htm
[6] http://www.acheronta.org/acheronta13/sexodelamo.htm
[7] Catherine Nixey. La edad de la penumbra. Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico. Traducción de Ramón González F. Taurus (existe versión en pdf)
[8] Giorgio Agamben. HOMO SACER. El poder soberano y la nuda vida. Traducción de Antonio Gimeno. Pre-textos. https://tac091.files.wordpress.com/2008/12/agamben-giorgio-homo-sacer.pdf
[9] “La descripción densa de experiencias sociales liminales, caracterizada por un arduo trabajo con los detalles, es un laboratorio privilegiado para comprender las ambivalentes grietas, productoras y producidas, a través de las cuales se hallan pistas sobre la forma como operan maniobras de solidificación de los imaginarios. Aquí me ocupo de describir la experiencia colectiva de una muerte violenta ocurrida en una calle bogotana, donde emerge un intensivo intercambio sensorial entre distintos actores sociales, motivado por la recolección pública del cadáver. Esta escena devela entonces las grietas a través de las cuales se filtra un dispositivo de normalización y naturalización del mal, derivado de un uso ambivalente de Dios, en medio de un implícito juego social de solidificación, aquí nombrado como desorden teológico.” Germán Molina G. Dios como sicario: la muerte violenta y el desorden teológico en Colombia. http://www.scielo.org.co/pdf/res/n51/n51a19.pdf, 2014. Visitada Julio 23, 2018
[10] Jean Allouch, El sexo del amo (el erotismo según Lacan). http://www.acheronta.org/acheronta13/sexodelamo.htm
[11] Catherine Nixey. Op. Cit. PP. 28-9
[12] Catherine Nixey, Op. Cit., pág. 18
[13] Ibidem, pág. 136
[14] https://pijamasurf.com/2014/06/el-poema-de-catulo-que-fue-censurado-por-su-obscenidad-durante-20-siglos/
[15] Y que va más allá de El Banquete de Platón, pues, las referencias a la vida amorosa y sexual de los griegos no se restringen a este texto.
[16] Pierre Grimal. Diccionario de mitología griega y romana. Traducción de Charles Picard. Paidós. Versión en pdf: https://atirolimpo.files.wordpress.com/2017/01/pierre-grimal-diccionario-de-la-mitologc3ada-griega-y-romana.pdf.
[17] Legión me llamo; porque somos muchos. MARCOS, 5:9
[18] “Cuando el Todopoderoso lanzó su gran «hágase», al sol le dijo que, por orden suya, portara una lámpara alrededor de la tierra como una criadita en órbita regular.
Pues era su deseo que cada criatura girara en torno a quien fuera mejor que ella.
Y empezaron a girar los ligeros en torno a los pesados, los de detrás en torno a los de delante, así en la tierra como en el cielo, y alrededor del Papa giran los cardenales.
Alrededor de los cardenales giran los obispos.
Alrededor de los obispos giran los secretarios.
Alrededor de los secretarios giran los regidores.
Alrededor de los regidores giran los artesanos.
Alrededor de los artesanos giran los servidores.
Alrededor de los servidores giran los perros, las gallinas y los mendigos.”
Bertolt Brecht. Vida de Galileo (fragmento). 1938
[19] https://archive.org/stream/HadotPierreEjerciciosEspiritualesYFilosofiaAntigua1/Hadot-Pierre-Ejercicios-Espirituales-Y-Filosofia-Antigua%20%281%29_djvu.txt
[20] “Si ocurre, pues (como afirma también el profundísimo Aristóteles en la Filosofía Primera), que, en la Naturaleza, en las cosas más manifiestas, tropezamos con una tal dificultad, semejantes al búho que intentaba ver el sol, y como, por otra parte, no son vanos los apetitos que hay en nosotros, deseamos verdaderamente saber que somos ignorantes. Si consiguiéramos alcanzar esto plenamente, habríamos alcanzado la docta ignorancia. Así, pues, a ningún hombre, por más estudioso que sea, le sobrevendrá nada más perfecto en la doctrina que saberse doctísimo en la ignorancia misma, la cual es propia de él. Y tanto más docto será cualquiera cuanto más se sepa Ignorante. Con vistas a este fin asumí los trabajos de escribir unas pocas cosas acerca de esta docta ignorancia.” Nicolás de Cusa. La docta ignorancia. Traducción de Manuel Fuentes B., Ed. Aguilar. Primera capítulo de la primera parte: “De qué manera saber es ignorar:” En pdf: https://cosmogono.files.wordpress.com/2009/04/nicolas-de-cusa.pdf.
[21] Cuando un presidente como Bush alardea en público de no haber leído, jamás, un libro en su vida, millones de seres humanos en el mundo consideran heroica, propia de buen cristiano, esta declaración.
[22] Evocamos aquí las reflexiones que M. Yourcenar adjudica a Adriano contemplando las múltiples sectas que combaten al Imperio, de una de las cuales algún día emergerá dominante una cuyo jefe tome uno de los títulos del emperador, el de Sumo Pontífice…
[23] Catherine Nixey. Op. Cit. Pág. 48
[24] Ibidem, pág. 51
[25] Cuánta falta nos hace divulgar hoy lo que los “lucrecios” de esta época han descubierto acerca del origen del universo, para acabar también con la ilusión de quienes se empecinan a relacionar a Marx y a Freud con la ética cristiana. Como si esta ilusión no estuviese en la base del miedo a transformar la vida en otra cosa…
[26] Ídem, pág. 60
[27] El 28 de noviembre de 1989, un jesuita, el padre A. Llano y sus colaboradores, en un seminario de Bioética auspiciado por ASCOFAME en Facatativá, nos advertían a los asistentes: “Quien no le conceda un sentido a su vida, no merece vivir:”
[28] Amenazar con la muerte de familiares es un recurso harto conocido entre nosotros, por practicantes de una ética de quienes llevan en la solapa de su saco, el rosario.
[29] Ídem, pág. 100
[30] Michel Foucault. Op. Cit. PP. 41-2
[31] Ibidem, pp 34-6
[32] Ibidem, pp 36-37
[33] Ídem, p. 38
[34] Ïdem, p. 39
[35] Platón. 1992. Diálogos. Dudosos, apócrifos y cartas. Traducción de J. Zaragoza y P. Gómez Cardó. Madrid: Editorial Gredos.
[36] Foucault. Op. Cit. P. 57
[37] Ibidem, p. 49
[38] Ocuparse por realizar trampas a la justicia bien puede demostrar de qué modo el abogado (defensor, juez, magistrado) se ocupa de sí mismo.
[39] M. Foucault. Op. Cit. Pp 61-2
[40] https://artilleriainmanente.noblogs.org/post/2017/12/31/agamben-venecia/
[41] https://artilleriainmanente.noblogs.org/post/2017/12/31/agamben-venecia/